En el colegio, dos curas, dos, con sotana negra hasta el tobillo. Sobre el pecho del más joven resplandece un crucifijo con un cristo de latón fundido atornillado a la madera envejecida, y como péndulo cuelga de su cuello enardecido.
Uno, éste, viene del norte, es un chicarrón de nuez prominente, le gusta el balompié y lo juega bién en el recreo. Durante la clase se distiende, se relaja, entra en trance y se manifiesta. Se los juega a los dados, y elige bien, dos mejor que uno. Mientras imparte la clase de geografía, y pone el ejercicio, se acerca a uno de los elegidos, al más moreno, ronda los once añitos. Él se sienta detrás sobre una mesa y se lo sube encima de sus piernas, introduce sus largos dedos por el pantalón corto y lo escruta ávidamente, le toca las bolitas, entra en trance, está ausente, ensimismado. Mientras, en la clase se produce un gran algarabío. El griterío alerta al hermano Alberto que acude apresuradamente. Pero cuando se asoma por el cristal de la puerta, el orden ha sido restablecido. Vuelto en sí, el chicarrón hace comulgar sin confesar al más inquieto en la revuelta con un par de hostias. Yo siempre me libré por los pelos aunque soy cristiano.
El otro, más viejo y bajito, también de por ahí, guarda más las distancias y las apariencias, aunque le precede su mala fama en el colegio. Cuando se te acerca, te pregunta de manera distraída si te la tocas, o si te rozas con alguien en el colegio, o en el autobús, donde sea. Lo que el cura quiere saber es si te lo haces con alguien, y si no para eso está él.
Cuando le dije a mi padre que los curas del colegio eran maricones, me obligó a comulgar en casa sin confesar antes de ir a clase. Y a continuación, ni corto ni perezoso, se fue al colegio a contárselo al director.
¡Tierra trágame!
Con Dios me acuesto, y con Dios me levanto, con la Virgen María y el Espíritu Santo.