viernes, 21 de noviembre de 2008

YEGUAS LIVING EN EL ESTABLO.

A Fredo Valdivieso, ajustados los manguitos, se le nubla la vista mientras cuenta los billetes de diez euros al tiempo que su mente contempla el roce obsceno con la jaca Paca. El estrecho pasillo hasta el espacio donde se dan la mano el servicio de señoras y el de caballeros es aprovechado como archivo: allí se atesoran las carpetas con los expedientes de morosos y las esperanzas de cobro del puñetero banco. Es el lugar ideal. Fredo, parapetado por el mostrador, hace tiempo compactando la pasta y estudiando a la presa. Aguarda lo necesario para que su fusta se yerga hiniesta y coincida con el instante en que la Paca, molesta por el aguante, se vea obligada a salir por patas hacia el servicio. Ella conoce a Fredo y percibe sus intenciones.

Como en una película de la Disney, cada cual toma sus posiciones para el comienzo de una alocada carrera que como fin individual para uno tiene el goce y para la otra la evacuación. Fredo, muy macho, llega el primero, localiza el expediente X y comienza el ojeo; mientras, Paca llega exhausta, con la lengua fuera. El pompis, que le ha crecido durante todos estos años de cómodo asentamiento en el escay, ahora se bambolea de un lado a otro en un movimiento rítmico que recuerda el péndulo de un reloj. Por el estrecho pasillo se adentra haciéndose la digna, a sabiendas de que es el centro de las miradas de la sucursal. Fredo, en el centro del pasillo, apoya su espalda sobre una de las estanterías al tiempo que se contorsiona con disimulo hacia delante fingiendo la lectura del manuscrito. La verga le palpita ansiosa, iracunda aúlla reclamando atención bajo el pantalón. Paca intenta engullirse pero su orondo culo no tiene escapatoria y durante unos segundos, el tiempo que transcurre mientras pasa delante de Fredo sin oponer resistencia, se siente palpada y escrutada por un miembro desconocido pero con el que al cabo de los años tiene cierta familiaridad. Es el tacto ciego que aprende a dibujar las formas y a tener en cuenta los tamaños. Rebasado el obstáculo, temblorosa por la excitación, camina apoyándose en los estantes hasta que llega al servicio de señoras, donde nota cómo la humedad la pringa por efecto de la orina: se ha meado de vergüenza, y mientras hace tiempo antes de volver a su asiento, utiliza el papel higiénico para secarse la entrepierna, enjuagar las bragas en el lavabo, refugiarlas en el albal, atusarse el pelo y regresar con la cabeza en alto emulando el caminar de las diosas glamurosas de Hollywood.

Para entonces, Fredo, en su puesto de trabajo, atiende amablemente a los clientes que a diario operan con él transacciones de poca monta. Tras el cristal esmerilado de su despacho, consciente de lo que sucede, la inquietante mula Francis sonríe gozosa y se cepilla las crines a la espera de la aparición en escena de Jigo Loco, la condesa de La Gran Plaza.

viernes, 7 de noviembre de 2008

YEGUAS

Nacidas para competir frente al vetusto macho que se resiste a la jubilación anticipada, la jaca Paca y la mula Francis se acicalan cada mañana delante del espejo que las recrea y realza a lo panegírico antes de salir disparadas de sus cuadras hacia la famosa entidad de logo blanco que las acoge a diario. Durante el recorrido coinciden con los primeros rayos de sol que transitan plácidamente la ciudad, al tiempo que el gallo de Salamanca se anticipa con el cacarear a la hora del desayuno. La primera en aterrizar sus gloriosas posaderas sobre el trasportín de escay es Paca. ¡Quién fuera muelle! - exclama para sus adentros el viejo cajero, ataviado con manguitos como prescribe la santa madre, mientras sus fosas nasales se dilatan queriéndola abarcar en su perímetro y sus dedos enguantados acarician los fajos de euros. Paca, posicionada, se desprende de la chaqueta cruzada lanzándola con tino a la percha que la recibe con los brazos abiertos. Carraspea, dándose importancia, mientras enciende el ordenador; bichea el correo y canturrea por lo bajinis. En el trasiego, contempla con desprecio los dosieres de préstamos a veinte años a los que se opone aplazar. En su decisión le va la vida y la ración de alfalfa, es mona pero bajita, amén de japuta para los clientes.


La mula Francis suele retrasar su llegada, dando tiempo al despliegue de la alfombra que la precede hasta el despacho de cristal esmerilado. En su recorrido por la alfombra se ladea al andar añorando la pasarela de París. ¡Para chuparse los dedos! – parecen respirar las mentes de los congregados a diario en torno a su esbelta figura a la que muchos agradecerían montar.


En su loca carrera hacia el Olimpo de la banca han renunciado a la falda, corta o larga, a favor del traje pantalón, pantalón que las marca notoriamente realzando un triangulo púbico donde el tejido delata la realidad de la que no pueden huir: una raja como un demonio de grande en el caso de Francis, y una falta de huella en el caso de Paca, que evidencia el uso del protector antirrábico y su condición de estrecha y mojigata. Frente a estas marimachos, la limpiadora de la sucursal luce con garbo su condición femenina a pesar del uniforme anodino, sin realces ni lentejuelas, mientras recoge los cestos a última hora de la mañana. Una mujer como Dios manda – piensa el botones de la sucursal.


A ésta, cuarto y mitad le daba yo. Es la frase más recurrida por los que se ven ninguneados sin esperanza por una Paca despótica que ansía el trono de la Francis.