domingo, 22 de febrero de 2009

EL ANSIA

Mientras el mono dirige un discurso hipnótico a los atormentados que se concentran frente al portal, la serpiente, lejos de allí, en el interior de su palafito, abandona sigilosa el lecho que comparte con el inocente, al que resigna extraviado en su deambular onírico para incubar huevos de celo bajo la cama. En su estrecho entender, la serpiente abriga el deseo de que las cáscaras invocadas bajo las escamas de su vientre plateado, propicien con el auxilio del calor corporal engendros que sin el común acuerdo comprometan al cordero en su particular fantasía. Su siseo embarga durante tiempo indefinido los sentidos del inocente, al que ampara atrapado en un callejón sin salida con anhelos sesenteros. La serpiente imagina vibrar las cápsulas de la esperanza bajo su panza, guarecen vanas ilusiones que el destino sin previo aviso puede concretar en malformados.

El inocente no hizo caso a los vaticinios, permaneció acomodado sobre la piltra y, aguardó a que la invocación de la culebra surtiera el efecto codiciado. Mientras tanto, a cientos de kilómetros, los acólitos del mono habían limpiado la mesa y reservado el mendrugo para el día siguiente, el día que él regresaría de su excursión por la arboleda que rodeaba la torre donde solía permanecer enclaustrado. Entonces haría el milagro: con el trozo de pan sin bendecir daría de comer a los congregados. Las noticias del exterior no auguraban nada bueno, las calamidades diarias abastecían como manjares exóticos a los ansiosos que aullaban frente a las pantallas de plasma. Los sinsabores del otro extremo eran acicalados y brindados como alternativa a los que a diario se producían en los alrededores del recinto. Difícil misión la del simio, obligado a apagar fuegos distantes sin ser bombero ni torero.