La señora Kirchner graba en video los partidos de fútbol que la televisión retransmite. El partido enlatado le sirve de fondo para ensayar sus mítines: utiliza el clamor de la afición para ambientar sus dircursos caseros.
Al abrir el joyerito observa sus collares de cuentas generosas, y piensa que los va a donar a una oenegé cuando sea presidenta, no va a emular a la collares de España, sí, la viuda del dictador, Carmen Collares, la mujer de Paco, la tan temida por los joyeros de Madrid que visitaba, y que en la mayoría de las ocasiones colocaban el cartel de cerrado por defunción cuando les avisaban de su visita.
La señora Kirchner emulando a Santa Juana de Arco se cortará su espléndida melena, y la donará para implantes de calvos. Sus lijosos modelitos los cambiará por otros más modestos, adquiridos en las rebajas de los grandes almacenes o en el chino de la esquina. Renunciará a su generoso sueldo: lo donará a los pobres, a los muertos de hambre. A jirones se arrancará de sus labios la silicona para que el pobre fontanero pueda sellar las tuberías de los sanitarios. La señora Kirchner lo hace todo por amor al prójimo.
Es cristiana-católica-practicante, los domingos y fiestas de guardar va a misa, con su atuendo casero no se la distingue del resto de los feligreses; al entrar en el templo moja sus dedos en el pila de agua bendita y se persigna sin llamar la atención, se confiesa y comulga.
En casa, el señor Kirchner consulta The Financial Times, y para cuando ella llega ya ha preparado el almuerzo, y tiene lista la mesa. De primero arroz frito tres delicias, y de segundo pollo con bambú y setas; para el postre tocino de cielo. Ella no le hace ascos, aunque preferiría un buen plato de callos con garbanzos, como los que probó en su reciente viaje a Madrid, y que tan buenos recuerdos le trae.