domingo, 27 de enero de 2008

SARKOZY DIXIT: PORQUE YO LO VALGO

Sarkozy, el gallo galo, resulta chiquito pero matón. Desde que su mujer lo dejara, lejos de amilanarse o de reafirmarse como cartujo, ha preferido emular a los famosos Kennedy, y para ello se trabaja a la espléndida Carla. El gallo Nicolás, desde que subió al palo del Elíseo, no ha perdido el tiempo; comenzó su promoción como héroe, vacilándole a Idriss Déby en el Chad donde apareció equipado con un abrigo tres cuartos, y rescató a las azafatas españolas, que de alguna forma se vieron inmersas en un secuestro de niños organizado por la ong El Arca de Zoe.

También se empleó como bombero, y apagó el fuego que de nuevo algunos jóvenes inmigrantes habían reavivado en las calles de París, sacando tiempo para reirle las gracias a Bushito, el beodo de la Casa Blanca, y brindar con agua.

Para mal de muchos, antes de la Navidad, impuso leyes más restrictivas para las descargas de Internet, y a estas alturas emplea parte del tiempo con la apetitosa Bruni, acumulando puntos en las revistas del corazón que los alienta para que se casen. Carla, que ya demostró en tiempos, que no tiene un pelo de tonta, aprovecha el culebrón para promocionarse y recaudar fondos para sus abultadas cuentas corrientes.

Esperemos que al gallo galo no le ocurra como al gallo de Morón, que sucumbió por vacilón, sin plumas, y cacareando en su mejor ocasión.

viernes, 18 de enero de 2008

SEÑOR PRESIDENTE

Hacer balance a estas alturas no lo eximiría de culpa, ni tampoco habría de plantearle problemas de conciencia, era un crápula, consciente de que todos en su entorno lo sabían aunque disimularan. Desde que ella había adquirido cierto protagonismo en la vida de otros, su interés por ella había disminuido, no por celos, sino por cuestiones crematísticas. Era ambicioso, codicioso, y en la cuenta cifrada que había abierto en un banco suizo se aseguraba una vejez tórrida y placentera para cuando se retirase de la vida pública. Algunos, los más cercamos, habían contemplado la posibilidad de un divorcio, pero esa opción repercutiría en muchos, en todos aquellos que aún lo consideraban un hombre bueno, honrado, y habían puesto en él sus esperanzas.

Habían trascurrido más años de los que él se imaginó que iba a pasar sentado en aquel sofá hortera, procedente de Avellaneda, forrado de piel curtida a mano que le regalaron nada más encumbrarse. Recapacitaba. Para él todo era como un juego sin importancia, sin prejuicios por los posibles cambios, todo le daba igual y un enroque era la mejor alternativa, podría salir de puntillas, sin hacer ruido, pasar al olvido, dejarla a ella bien posicionada con una buena paga y con la posibilidad de sentirse realizada. Él podría seguir con sus escarceos con la hasta ahora su secretaria, con la mujer de la limpieza, la cocinera, o con cualquiera otra aunque la hubiera de pagar. Se podría establecer en el apartamento que poseía al otro extremo del jardín botánico, y compartir con ella los ineludibles compromisos oficiales. En esos momentos de titubeos y divagaciones había dejado descolgado el teléfono, había cerrado el despacho y echado el pestillo. Pensar lo liberaba, más que si la solícita secretaria le hubiese colmado. Mientras volcaba esos pensamientos en su ordenador, observaba cómo las manillas del reloj giraban y le hacían partícipe del tiempo que transcurría. Abrió la caja de puros, tomó el revólver y voló, voló bien alto, sin decir adiós ni a su mujer ni a sus hijos.

Bye, bye -le digo yo, señor Presidente.