sábado, 21 de noviembre de 2009

MINA RELIGIOSA

Tenía conocimiento de lo que sucedía en torno al maestro por haber convertido sus hazañas en un chisme que corría de boca en boca por la zona. Sentía una curiosidad insaciable por la historia y también por conocerla a ella; razón por la cual, y tras el almuerzo, en vez de abandonarme en la piltra me concentré en el teclado y dejé que las palabras fluyeran sin prejuicios de los bien pensantes.

No recuerdo exactamente cuándo ocurrió, lo único que sé es que tal vez la providencia me llevara a Corrientes, donde pasé inadvertido entre los titiriteros y saltimbanquis que desfilaban regalando desinteresadamente sus acrobacias. La fama de sus bares bien reflejada en los post hacía que me resultaran familiares, aunque en mi vida había puesto un pie en ellos. Me acordé entonces de las historias, de las copas, de las tapas, y de aquellas que tan fácilmente se despojaban de las bragas con algún que otro escritor de los que frecuentemente rulaban por allí.

No buscaba un autógrafo para satisfacer mi curiosidad, simplemente entré en un garito sin rótulo en la fachada. Me senté junto al ventanal y me dediqué a observar. Esperé pacientemente hasta que ella llegó. Él, como de costumbre, y como así lo reflejan los textos, apuraba la copa al tiempo que garabateaba un folio; ella permaneció unos instantes de pie observándolo ensimismada, con las manos recogidas, como si fuera a echarse a rezar. Me pareció excesivamente alta para su cabeza tan pequeña; también tenía los ojos saltones y sus brazos, aunque plegados, parecían más largos que sus piernas. No pude enterarme de la conversación que mantenían por estar acomodado en el local de enfrente y haber de por medio un espacio generosamente transitado.

Al cabo de una media hora salieron. Los seguí con la imaginación. Causaban sensación por la diferencia de alturas; incluso para algunos resultaba estrafalario el contraste: ella tan esbelta, él más bajito y sacando pecho como buen macho. La pensión que divisaron pareció ofrecer la oportunidad que ambos ansiaban. Él, para demostrar su hombría, pagó por adelantado. Después subieron por la escalera a la primera planta. El cuarto era austero: junto a la cama, una mesilla de noche con un cajón en cuyo interior un ejemplar de la Biblia ansiaba un poco de atención; el aseo entreabierto dejaba ver media bañera, un lavabo desconchado y un par de toallas blancas algo roídas.
La pareja se dio la espalda, se despojaron de sus trapos y con la luz apagada se refugiaron entre las sábanas, se palparon, se concentraron y se abandonaron al viejo juego del teto. Las feromonas de la hembra embargaron al macho. La cópula duró dos horas. Jadearon satisfechos y al acabar, a ella le entró hambre, abrió la boca de par en par, y mientras se posicionaba sobre el otro y lo inmovilizaba con sus púas hundiéndolo con su peso en el colchón, los dientes comenzaron a triturar la cabeza empotrada en la almohada. Satisfecha, bien aliñada y con la panza llena se relamió, abandonó la estancia en busca de un hueco en un árbol apartado donde soltar la ooteca con los huevos. Para pasar desapercibida y no atraer la atención del casero salió por el camino más corto, la ventana, con el cuello alzado del tres cuartos. Era otoño y para la primavera los huevos eclosionarían.