jueves, 24 de diciembre de 2009

GRITOS Y SUSURROS

Ahora se ríe, al cabo de los años, aunque le cueste poner en pie la historia. Demasiado pequeño para aquellas noches, para entender, para asimilar el sonido y reír al mismo tiempo como ahora. Para él, el piso de arriba era todo un misterio, podría haber escrito un diario sobre aquel espacio que nunca llegó a visitar pero con el que a través del eco de la pared se había familiarizado. El sonido le había dibujado los huecos. Había aprendido a diferenciar las estancias. En ningún tiempo llegó a relacionarse con el propietario, que lo adquirió para su explotación en forma de alquiler. Un piso barato para aquella época, por el que transitó una fauna variopinta. A la mina argentina tampoco la trató, ni siquiera se la cruzó en el zaguán de la casa; por terceros supo que era mina y argentina. Las agujas de sus tacones se clavaban en sus sienes en el silencio de la noche; las madrugadas las pasaba entrando y saliendo mientras el marido trabajaba como un negro en la telefónica. Otra, de la que no supo su nombre, se enteró también por terceros que estaba destinada en la capital por ser un alto cargo en el Alcampo; la pobre, al cabo del tiempo comenzó a sufrir de ansiedad y tuvo que escribir a su novio de Cádiz para que acudiera a su lado ¿tendría miedo de estar sola? – se llegó a preguntar. Durante el verano las noches se hacían eternas, consideró la posibilidad de que estuviera siendo maltratada ya que los gritos y los lamentos de la que imaginaba desdichada lo obligaban a cubrirse con las sábanas por el pavor y extrañeza que le causaban. Tampoco se explicaba aquel zarandear de la cama, que le hacía rememorar la secuencia de Regan en El exorcista. Siempre a continuación de los lamentos escuchaba en el silencio de la noche como se abría el grifo y durante un buen rato el agua manaba para después dar paso a un ligero chapoteo ¿Estará sedienta la pobre mujer después del maltrato? Pobrecita –se decía a sí mismo. Poco duraron la fulana y el novio que pronto regresaron a Cádiz. Volvió entonces a conciliar el sueño. Después llegó el divorciado con el hijo, más tarde la pareja de recién casados, él ya era mayor y había aprendido a diferenciar el placer del lamento, y ésta otra clavaba sus dientes en la puerta y arañaba con sus uñas el enlucido del tabique para reprimirse cuando el marido la jalaba del pelo porque aún no había aprendido a cocinar, y las papas siempre las servía pasadas.

sábado, 5 de diciembre de 2009

JUICIO CRÍTICO

A estas alturas parece absurdo que por haber pasado una parte de mi vida en la facultad de derecho me vea ahora capacitado para juzgar lo que hacen otros, y únicamente por el hecho de haber memorizado una serie de normas contenidas en la montaña de libros que tragué. Cada mañana me parapeto tras un trapo negro al que apodan “toga”, una suerte de prenda decimonónica al que algunos atribuyen poderes mágicos. No necesito pasar los controles al llegar al juzgado, me sonríen los guardas de la entrada y no desfilo bajo el temido arco. A veces, tomo el ascensor. En otras ocasiones prefiero las escaleras, perderme de forma anónima entre los que suben y bajan: letrados, inocentes, delincuentes, limpiadoras, personal administrativo… Me hago cruces cuando veo desde el estrado la pantomima que montan ciertos abogados en defensa de sus clientes. Más les valiera ganarse la vida en el circo o en el teatro, y que allí fuesen juzgados ellos por el público expectante. Yo no he hecho las leyes, me encontré trazadas las normas cuando acabé la carrera; normas que en ocasiones el gobierno modifica según el interés de una supuesta mayoría. Es una labor a la que apodan profesión. Somos árbitros sin pito, un mazo de madera es nuestra arma. Por esa razón viajo en el metro, que a muchos remilgados les produce asco. Aunque, para no faltar a la verdad, también a veces lo alterno con algún autobús de línea: me parapeto con un libro y procuro abstraerme con el contenido. Por esta razón, cuando el domingo pasado compartí asiento con aquel indocumentado ni me inmuté ante su comportamiento. Ocupaba un espacio reservado para cuatro pasajeros. Su aspecto intimidaba, por lo que durante parte del trayecto estuvo solo.

Mi libro no evitó que oyera, no me abstrajo de mi realidad más inmediata, la realidad compartida con otro que por mi presencia iba incómodo, y que a todos nos regaló con la raja de su culo cuando forcejeaba con la ventana para arrojar a la calle la sábana mugrienta con la que se aseó durante el trayecto.

No soy dios, aunque a veces lo crea y lo piensen los colegas con los que comparto toga. Toga negra como la mierda hemorrágica.