Miraflores, estaba como una puñetera cabra, por esa razón, de pequeña, en cuanto dio señales de extravío mental la encerraron en el psiquiátrico que ahora lleva su nombre. Su madre, tan majara como ella, pasó desapercibida ante los ojos de los demás lugareños, ya que el marido nada más parir a la niña la enclaustró en una habitación de la finca que tenía sembrada de muñecas alopécicas. Miraflores únicamente era vista por su predecesora desde la ventana del encierro, mientras se balanceaba espasmódicamente en la mecedora de la abuela. La boludez que padecía la pequeña era de origen genético y pasaba de hembra a hembra en la cadena de descendencia como una maldición diabólica, ya que de otra forma la ciencia no se lo explicaba.
Para el cura del pueblo no era muy normal que la pequeña Miraflores, recién hecha la primera comunión, caminara boca abajo por el techo de las habitaciones de la finca como mosca de caballo, por lo que consultó oratoriamente con la Virgen de los Descafeinados a la que se encomendaba esporádicamente, y como una suerte de consuelo celestial creyó escuchar una voz que lo indujo a convencer a Marcelino, el padre de la susodicha posesa, para que la recluyera de por vida, y de esta forma evitar los problemas que podía acarrearle el que la niña se encaprichara nada más descubrir a los cuadrúpedos que allí se criaban. Marcelino, sin pan y sin vino, resignado obedeció, a sabiendas que de no encontrar otra yegua pasaría el resto de sus días visitando a las ponedoras aladas en busca de consuelo.
Miraflores, por tanto, creció a partir de ese momento asediada por majaras y saltimbanquis que se apuntaban a un bombardeo nada más gesticular la posesa. Pronto se vio agasajada por uno de los enfermeros, el patizambo que andaba falto de cariño, que la colmó de placer y dicha y con el que continuó la estirpe de las ahora bien nacidas, ya que el disminuido se encomendó previo acto de lujuria al Espíritu Santo de los Achuchones, que los premió con toda una suerte de alados sin prejuicios estéticos ni morales, que tan pronto se posaban sobre un Bacon dejando su escatológica huella a modo de pincelada mágica, como que se corrían una juerga sobre un documento debidamente cumplimentado y rubricado ante notario.