Era de sobras conocido, sin embargo era la primera vez que lo veía, me sonrió, le dí la mano por educación y en señal de amistad. Días más tarde me apabulló con su particular cuento, no el de la lechera, otro..., una historia rocambolesca de exitos y fortunas, para cuando no puedes dormir, y a algo te has de aferrar para conciliar el sueño. Ingenuo de mí lo creí, reconozco que no advertí el engaño: acepté el encargo y realicé el trabajo.
Cuando acabada la faena le dije mi precio se asustó, casi me insultó, además, no faltó la amenaza de irse con el trabajo y dejarme sin cena. Traté de calmarlo, de razonar con él, de llegar a un acuerdo, pero ni caso. Quedó en que yo lo llamaría para vernos y tratar acerca del precio -prudentemente preferí dejar pasar los días para que se enfriara-, y al ver que yo no le llamaba lo hizó él, llamó, fue amable, me vino con el documento para que se lo firmara, acepté dándole un nuevo margen de confianza, sabiendo que el trabajo, cuando él quisiera realizarlo, habría de ser reestructurado. No obstante callé, le sonreí, y le volví a dar la mano, mi mano de amigo.
Al día siguiente, cuando presentó el trabajo, al cabo de las horas, llamó para decirme que ya sabía que mi otra opción también había sido presentada. Estamos empatados, pensé, aunque él siguió con su juego de forajido e hizo pasillo bajando braguetas y enardeciéndose de ser el amigo de todos, el dios para muchos conocido. Me importó un carajo –con perdón-, miré por la ventana, y colgué no sin antes desearle las buenas noches. Al día siguiente tracé mi plan, no el infinito, porque ese es de la Allende, otro mucho más mundano, más cercano, el que todos conocemos y del que a veces abusamos, y pensé en la Virgen María para encomendarlo a ella, que es plena de gracia y tiene la paciencia que a mí se me acaba. Aún no lo doy por muerto, le presto la vida a ese enchufado.