Recuerdo un fin de semana, en el que por exigencias del guión tuve que desplazarme con mi amigo El Tarri a Sevilla, la ciudad desde la que dirigen sus flemas Isabel y Leuma. El Tarri, con unos días de antelación me había enviado un mail avisándome de su viaje a España y de su intención de visitar la capital hispalense para documentar el guión de una producción en la que trabajaba para la NHK sobre el flamenco y sus raíces. Era mi obligación acompañarle en la aventura, por mi eterna gratitud ya que ejerció de angel custodio durante mi estancia en Tokyo.
Cuando nos vimos, me preguntó acerca de Kiko Veneno y Raimundo Amador, le contesté que el único conocimiento que tenía de ambos es que eran unos cachondos que hacían letras singulares acompañadas de golpes de guitarra. Recuerdo perfectamente esa calurosa tarde de sábado del no menos caluroso mes de septiembre. Su intención era visitar las Tres Mil, según él, la cuna del flamenco en Sevilla; previamente me había informado sobre esa zona y localizado un contacto que nos sirviera de cicerone –el cura del barrio- y nos introdujera en el ambiente andalú.
Teníamos tiempo, y aconsejados de pasar desapercibidos en las Tres Mil nos atrezamos para la ocasión: Tomamos el autobús número 2 junto al Hotel Macarena, una especie de serpiente de dos cuerpos unidos en el centro por un fuelle elástico a modo de acordeón que permitía al kilométrico girar y tomar las curvas sin perjuicio de sus ocupantes.
Íbamos sentados en la parte trasera, enfrentados con otros dos asientos. El Tarri contemplaba el paisaje urbano por la ventana, impresionado por los contrastes; la señora que llevábamos enfrente nos sirvió de guía durante el viaje: digo yo que uctede no son d’aquí –acertó a decir mú lista ella, que en seguía nos caló-. A la altura del polideportivo del Políngano, otro barrio -mú bonito, según la sevillana-, el autobús hizo su parada y observé cómo una especie de mastodonte se subía con una chiquilla de unos doce añitos a la que sujetaba de una mano; en la otra a todas luces un bocadillo de atún que apuró de una dentellada nada más situarse en la plataforma central del bus. Me percaté, a continuación, cómo el individuo se hurgaba en el bosillo –pensaba que en busca de un pañuelo para limpiarse el aceite-, pero me dió que no, que a juzgar por sus movimientos compulsivos aquel desaprensivo se estaba tocando más de la cuenta. En tanto ir y venir de mano, el fulano cargaba la pistola para la que supuestamente era su hija, y le hiciera más placentero el trayecto. Aunque con disimulo di con el codo a mi acompañante para que me sacara de dudas, él permanecía absorto con el paisaje y tomaba notas. Ante semejante espectáculo qué podía hacer..., me pregunté si debía enfretarme a él y esperar un buen golpe..., si me mandaría a callar diciéndome que todo era fruto de mi mente caleturienta. Lo que sí es cierto es que la pequeña, por supuesto ajena a tanto rozamiento, sonreía a su padre que la embargaba con historias de ficción. Él, a veces, entornaba los ojos y suspiraba, otras elevaba la vista hacia arriba a punto de entrar en éxtasis. La chiquilla seguía sonriendo a su papá.
Cuando nos vimos, me preguntó acerca de Kiko Veneno y Raimundo Amador, le contesté que el único conocimiento que tenía de ambos es que eran unos cachondos que hacían letras singulares acompañadas de golpes de guitarra. Recuerdo perfectamente esa calurosa tarde de sábado del no menos caluroso mes de septiembre. Su intención era visitar las Tres Mil, según él, la cuna del flamenco en Sevilla; previamente me había informado sobre esa zona y localizado un contacto que nos sirviera de cicerone –el cura del barrio- y nos introdujera en el ambiente andalú.
Teníamos tiempo, y aconsejados de pasar desapercibidos en las Tres Mil nos atrezamos para la ocasión: Tomamos el autobús número 2 junto al Hotel Macarena, una especie de serpiente de dos cuerpos unidos en el centro por un fuelle elástico a modo de acordeón que permitía al kilométrico girar y tomar las curvas sin perjuicio de sus ocupantes.
Íbamos sentados en la parte trasera, enfrentados con otros dos asientos. El Tarri contemplaba el paisaje urbano por la ventana, impresionado por los contrastes; la señora que llevábamos enfrente nos sirvió de guía durante el viaje: digo yo que uctede no son d’aquí –acertó a decir mú lista ella, que en seguía nos caló-. A la altura del polideportivo del Políngano, otro barrio -mú bonito, según la sevillana-, el autobús hizo su parada y observé cómo una especie de mastodonte se subía con una chiquilla de unos doce añitos a la que sujetaba de una mano; en la otra a todas luces un bocadillo de atún que apuró de una dentellada nada más situarse en la plataforma central del bus. Me percaté, a continuación, cómo el individuo se hurgaba en el bosillo –pensaba que en busca de un pañuelo para limpiarse el aceite-, pero me dió que no, que a juzgar por sus movimientos compulsivos aquel desaprensivo se estaba tocando más de la cuenta. En tanto ir y venir de mano, el fulano cargaba la pistola para la que supuestamente era su hija, y le hiciera más placentero el trayecto. Aunque con disimulo di con el codo a mi acompañante para que me sacara de dudas, él permanecía absorto con el paisaje y tomaba notas. Ante semejante espectáculo qué podía hacer..., me pregunté si debía enfretarme a él y esperar un buen golpe..., si me mandaría a callar diciéndome que todo era fruto de mi mente caleturienta. Lo que sí es cierto es que la pequeña, por supuesto ajena a tanto rozamiento, sonreía a su padre que la embargaba con historias de ficción. Él, a veces, entornaba los ojos y suspiraba, otras elevaba la vista hacia arriba a punto de entrar en éxtasis. La chiquilla seguía sonriendo a su papá.
El lobo se bajó con su presa poco antes de llegar a nuestro destino, nosotros seguimos en el autobús hasta Las Vegas. Por desgracia, cuando llegamos, el Indio de las Tres Mil ya hacía tiempo que había fallecido, y El Tarri no pudo contar con él para su documental.