Conserva junto a él, colgada de la pared, la foto de la mona que antaño lo complaciera. La desesperanza lo acompaña ante la falta de reconocimiento de su sabia locura. El premio de consuelo lo encuentra en su soledad, en el vaivén de la mano que antaño el domador le enseñara a utilizar para regocijo de las hembras que lo visitaban. No espera el aplauso pero sí el éxtasis que le vuelque los ojos hacia atrás y le facilite la inspiración. Chorreando se incorpora y mientras se enjuaga las manos recuerda que en el flagelo compartido también está la dicha.
Pasa las noches en vela, aguarda detrás de la pantalla a la turista, a la primera que quiera darle consuelo electrónico. Permanece colgado, en estado de embriaguez variable. El recuerdo del árbol aparece lejano. Suspensión bucólica, diatribas incoherentes estimulan su juicio y rema perdido en su subconsciente. Golpea otra vez de manera simiesca y desordenada el teclado que cede a la presión ejercida para no ser aniquilado. El mono sueña con estar despierto, con ser primero, con un premio de consolación. Anhela la toga roída bien zurcida.