Al cabo de un mes, he
salido de mi asombro y de mis dudas. Aquella mañana del caluroso mes
de Julio, me habían citado en el centro de la ciudad, en una de las
calles discretas de la Alameda de Hércules.
Hice tiempo en el local,
charlando con los jóvenes de variopintos pelajes concentrados allí;
todos de diferentes nacionalidades, atentos y educados, criaturas
para las que chapurrear el español no entrañaba problema alguno.
A ellos les pareció
interesante el trabajo del ilustrador que habita en mí. Sin embargo,
la excusa de la cita era poner rostro al cruce de mails que desde
hacía tiempo se venían cruzando entre el sujeto al que yo esperaba
y mi verdadero yo.
Me ofrecieron agua, y el
vaso de plástico con el preciado elemento colmó mi sed. Para cuando
apareció el protagonista había transcurrido algo más de media
hora.
Me quedé mirándolo,
con una enorme interrogante en la conciencia. Aquel rostro me
resultaba familiar. Busqué en mi cerebro la imagen en la cabecera
de algún periódico y su titular. Tras unos segundos de frenético
trasiego me vino un nombre al azar: Paul Auster.
Pero no -me dije, no
puede ser. Demasiada coincidencia -pensé, y lo deje pasar. Nos
concentramos todos alrededor de la mesa de camilla, con un portátil
en el centro, tipo guija electrónica. El ordenador, durante más de
dos horas, estuvo girando victima de dedos curiosos. Nos despedimos
al final de la exposición, apenas me quedaba fuerza para seguir
hablando. Quedamos emplazados para un segundo encuentro, esta vez en
mi estudio.
Durante el camino de
regreso, me estuve preguntando si él se había presentado, y con
las mismas se lo conté a mi mujer que, extrañada, me preguntó si a
la hora de saludarnos, el individuo en cuestión me había dado su
nombre, a lo que yo respondí encogiéndome de hombros.
Los días pasaron y de
nuevo el cruce de mails se reanudó. Por fin quedamos, y esta mañana
salí de dudas. Primero me telefoneó y de forma pausada con un
inglés con marcado acento neoyorquino me preguntó por mi dirección.
Le indiqué cómo llegar y le dí el nombre de las calles más
conocidas de la zona para que le sirvieran de referencia. A la una y
media pasadas, sonó el timbre de la puerta, me acerqué y abrí.
Allí estaba, alto y sonriente, con sus enormes ojos llenos de
desparpajo. Le invité a pasar y me siguió por el profundo pasillo
que desemboca en el patio; el sol nos abrazó durante unos segundos y
al penetrar en el estudio ambos nos sentimos reconfortados. En esta
ocasión fui yo quien le ofreció el vaso de agua en vaso de
plástico. Le presenté a mi mujer y a Hilario. Mi mujer se ruborizó.
Soy Paul -le dijo él acercando su rostro al de ella y besándola en
la mejilla. Mientras nos acomodábamos en torno a mi ordenador la
miré de reojo y la vi desviar su mano hacia la mejilla recién
besada. Finalmente ella se marchó y nos dejó a los tres: Paul,
Hilario y yo.
Hablamos de los perfiles
de los candidatos a las prácticas y de su cobertura, me esforcé y
acabé chapurreando el inglés que había aprendido durante mi
estancia en Tokyo. Al cabo de un rato, con todos los deberes hechos
por ambas partes, nos dimos la mano, se despidió de todos y quedamos
para vernos en Septiembre.
¿Y Bien...? -le pregunté
a mi mujer que me respondió sin dudarlo: Sí, sí. Es él, pero
mucho más joven. Es como si hubiéramos retrocedido en el tiempo.
Está mucho más joven.
Bueno guapa, vamos. Que
se hace tarde -le dije.
Hilario se marchó
también, y nosotros caminamos hacia el coche.
Bien, ¿no tienes que
decir nada? -pregunté a mi mujer.
Nada, aún estoy
nerviosa, paramos en el Mercadona y mientras yo aparco tú haces la
compra -me contestó.
Me bajé del coche y al
ir a entrar me volví a encontrar con él. Paul salía con sus
compras.
Hola John -me dijo. Y
entré, pensando en la cara que pondría mi mujer cuando le contara.
Al cabo de pocos minutos,
después de hacer mi compra, regresé al coche.
¿Sabes con quién me he
encontrado al entrar en el Mercadona?
¿Con quién? -me
preguntó ella.
Con Paul Auster. Acababa
de realizar su compra, y me llamado por mi nombre. Me ha dicho Hola
John.
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