lunes, 13 de agosto de 2012

BLONDE ON THE BEACH


Estoy hasta el gorro de la familia. Y lo llamo familia por llamarlo de alguna manera. Lo decidí, pues, sobre la marcha; quedaba poco para finalizar el verano y consideré, que tal vez, otra ocasión como esta no se me presentara. Tomé la sombrilla, la nevera portátil, la colchoneta hinchable y di un silbo al perro , que no se lo pensó dos veces: el animal, dio un brincó y se atrincheró bajo las toallas en la parte trasera de la caravana. Miré el bolso, no es que me sobrara la plata, pero sí portaba lo suficiente como para regalarme un buen fin de semana desparramada sobre la arena de la playa. Una vez en el vehículo, metí la llave en la ranura y giré un par de veces, el trasto arrancó sin mayor esfuerzo, el ronroneo del motor me sentó como una caricia. Con la sonrisa en los labios, ni tan siquiera me asomé por la ventanilla para decirles “hasta luego”, me marché sin más, como perra a la que le quitan pulgas. ¡Dios! Qué a gusto me sentía. Ni tan siquiera me hice la pregunta de si me echarían en falta. Me largué con viento fresco, con el deseo de ser abrazada por las olas del mar vecino, y dejar el arrope para la luna llena.

Mientras abandonaba el barrio, contemplaba desde la ventanilla cómo los zagales disfrutaban de las piscinas de plástico que sus viejas les regalaban junto a la puerta de las casas. Los sábados, los municipales descansaban, razón por la que todo el vecindario se hacía cómplice, y el agua se regalaba de modo generoso. Un ambiente entre kitch y desolador, que a un guiri podría resultar cuanto menos curioso y tentador para inmortalizar con una instantánea.

El día más caluroso de todo el verano, predicaban desde la emisora a todo volumen, te podías freír a pleno sol, ya que a la sombra se superaban los cincuenta grados. Me libro de toda esta mierda -pensé, me merezco un descanso, lejos, bien lejos. Salí de la ciudad, y mientras conducía me acordé de Alejandro y de su barra para los labios. Con una mano al volante, utilicé la otra para hurgar en el bolso. Mi móvil, sin él no soy nada. Mis dedos parecían ansiosos, se deslizaron con agilidad y marcaron su número....

  • ¿Ale?
  • Sí -me contesto él.
  • Soy yo, yo, Mirna.
  • ¿Mirna Loy...? ¿No te habrás confundido de número? Estás hablando con William Powell.
  • Ja,ja,ja,jaaaaaaaaaaa..... Siempre de coña, eso es lo que más me gusta de ti Alejandro. Voy camino de Matalascañas. ¿Te apetece un baño?
  • ¿Allí? Eso es como buscar una aguja en un pajar.
  • ¡Venga ya! No te apures, estaré sola, al final, donde Cristo perdió las vergüenzas ¿te acuerdas?
  • Como para olvidarlo.
  • Voy de camino con mi chucho. Te esperamos.
Me gustaba Alejandro, porque siempre estaba dispuesto para hacerte un favor de la índole que fuera.

Al cabo de una hora y media estaba en Matalascañas. Pasé las dunas, y continué por el camino que a todos los perdidos nos brinda esa playa para encontrarnos. Al llegar al lugar, abrí la puerta de atrás y dejé que el perro saltara a la arena: después saqué la sombrilla, la abrí y la clavé en la arena: me despeloté viva y corrí brincando sobre la ardiente arena hacia el agua. Estaba fresca, el mar me abrazó familiarmente y con deseo, como al amante que hace tiempo que no ves y está falto.

Salí del agua, no con cierta pena de dejar a ese amante a la cuarta pregunta, tome la toalla y la restregué con fuerza contra mis cabellos. ¡Uagggggg! ¡Como nueva! Ahora que venga Powell que me lo como -pensé. Me tendí bajo la sombrilla, el chucho escarbaba, en la radio Vanilla Fudge me animaba con su particular versión de Dazed and confused de los Zeppelin. Madurita y dispuesta, eso no pasaba antes, en la desgraciada época de Pepe. Las cosas han cambiando, espero que para mejor. En ese soliloquio me quedé dormida.

Cuando me desperté, la yema del dedo gordo del pie de Alejandro me acariciaba el vientre. Allí estaba él, de pie, con el sol a su espalda dibujando una silueta negra.

  • Vamos Ale, relájate, que no soy tu madre, estás como en familia, despelótate y tiéndete acá.
    Alejandro no abandonó sus lentes oscuras, no creo que por timidez, tal vez para que no le adivinara qué pensaba. De rodillas a mi lado, me fue acariciando con su dedo índice sinuoso, como si una pitón me estuviera reconociendo. Se levantó, me dijo que el coche lo había dejado tras las dunas, que se iba a acercar por una birras fresquitas, asentí, y se marchó.
    Bueno, hace un par de días que regresé a Sevilla.



Estoy en casa, escribiendo este mail a mi amiga Fani y... Aún estoy esperando que Alejandro regrese con las birras. ¡Un desastre!

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