martes, 28 de febrero de 2012

LA LLAMADA DE BLONDIE


El escritor recogía sus trastos cuando a las catorce sonó tímidamente el automático de la puerta. Comprobó la hora e hizo conjeturas acerca de la identidad del responsable. Esa forma, el estilo, la cadencia, el sonido, transmitían en parte la personalidad del autor. Contempló varias posibilidades, la de que fuera su vecino el restaurador, su propia mujer, o Blondie, la amiga de su mujer; incluso tal vez Camilo, el proxeneta que había ocupado el piso de arriba y ahora, al cabo de los meses, regresaba para saldar el alquiler pendiente. El escritor dejó pasar los minutos, no hubo más llamadas y el tiempo pareció congelarse. Sacó los gatos al patio, terminó de recoger y dejó que el mono se fuera. Al abrir, comprobó que no había nadie en el exterior del inmueble. Cerró con llave.

Cuando el mono llegó a su casa tras la jornada, fisgoneó en la cocina. La mamá del mono había preparado el almuerzo, un puchero extremo, de los de toda la vida, bien aderezado. Sucumbió en el almuerzo a golpe de cuchara y más tarde se desparramó en el sofá. Una vez bien acomodado, alargó el brazo, alcanzó el teléfono y marcó el número del estudio: al otro lado saltó el contestador. Había un mensaje en la última llamada. Era Blondie, sí Blondie, que anunciaba su visita para los cinco de la tarde. Se apresuró entonces en vestirse y se marchó de regreso al estudio.

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