Comprobó la hora en el reloj, recogió la bolsa del mostrador y salió de la farmacia oculto bajo el sombrero, sin pronunciar una palabra, ni tan siquiera decir adiós -cosa que no molestó a la dependienta que ya estaba acostumbrada a sus desaires-. Deambuló con la cabeza baja sin llamar la atención entre los derrotados y las pocas almas que paseaban por la calle a esas horas; parecía no tener prisa. Cruzó la avenida ancha y callejeó hasta llegar al parque. Observó con discreción: estaba concurrido, los árboles habían perdido las flores y las hojas de un verde mustio aparentaban dar frescor a aquella calurosa noche de Agosto.
Los padres charlaban confiados en los bancos de hierro, mientras los niños se divertían con la rueda, los columpios, y el balancín. Algunos se perseguían al tiempo que ciertos mayores practicaban con juegos propios para el mantenimiento en forma de su desgastada musculatura. Atravesó el parque en diagonal, discreto, con su zurrón al costado. Al llegar al murete que rodea la escalinata que conduce a la calle de atrás, se topó con el pequeño que lucía sonrisa de querubín. El niño, agazapado, le dirigió su inocente mirada y le dijo confiado –me he escondido aquí para que no vean y me persigan. Ni corto ni perezoso comprobó el distraimiento del vecindario, y veloz como el halcón lo tomó en sus brazos y lo introdujo en el zurrón. Apresuró el paso hasta llegar a su vivienda unifamiliar.
Tras flanquear la portezuela del jardín, abrió apresurado la puerta de la casa, sin que del zurrón saliera voz alguna. Cerró la puerta con el pestillo por dentro. Acto seguido, sacó al pequeño y lo acomodó en el sofá que enfrentó al televisor encendido. Él se encerró en la cocina, encendió el fuego de leña, y puso a hervir agua en una enorme olla de barro rojo. Entretuvo su tiempo cortando ajos y cebolla, partiendo pimientos, y preparando el sofrito en otro fuego.
Fuera, en la parte trasera de la casa, el olor del refrito había despertado a los perros que permanecían atados a la estaca. Ahora ladraban hambrientos y forcejeaban con las cadenas. Reclamaban su ración para sobornar su silencio y complicidad. El termo de gas situado en el exterior de la casa se convulsionó, el agua de la ducha estaba siendo empleada a fondo.
4 comentarios:
Me encantó esta versión tan real del Hombre del Saco. Mis felicitaciones, Maestro.
Guido, al hombre del saco lo tengo más cerca de lo que te imaginas.
Es mi vecino.
Mira que conoces gente rara... Muy buenos.
Mera, la fauna es abundante y variopinta. Podría montar un circo, pero no estoy seguro de que fuera rentable.
Saludos.
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