La investigación no
había sido de su agrado y, mucho menos la sentencia, que arruinaría
su vida y la de su mujer. Demasiado tolerante..., demasiado,
demasiado... -se dijo maqueándose frente al espejo. No me queda
tiempo para estudiar leyes; sí para actuar.
El autobús empleó poco
tiempo hasta llegar a las inmediaciones del juzgado, apenas tres
cuartos de hora en atravesar la ciudad. Bajó y, con disimulo, arrojó
una bolsa en el cesto de la farola. Allí dejaba en manos del destino
su inversión y su futuro.
Al entrar en el edificio,
se palpó buscando en la indumentaria objetos que pudieran activar la
alarma: el zurrón por un lado; y por el otro los útiles pequeños;
reloj, monedas, zarandajas que depositó en la cesta, al igual que
hubiera procedido en cualquier aeropuerto. Se tocó el cinturón; sin
embargo, decidió pasar por debajo del arco sin quitárselo para de
este modo comprobar el grado de sensibilidad del detector de metales.
Superada la primera
prueba, mostró la citación a la joven que mataba el tiempo junto al
escáner comiendo gusanitos. ¡Sí! –dijo ella de forma taxativa al
comprobar el escrito, y añadió sin levantar la vista de la
pantalla: Es en la primera planta; tome la escalera del fondo.
Decidido, se dirigió
hacia el lugar indicado y, una vez allí, examinó la escalera
indicada por la mujer.
Mientras subía, apreció
y valoró positivamente la amplitud de la escalera, echó un vistazo
a los escalones y encontró adecuada la altura y separación de la
tabica por si las circunstancias lo obligaban a correr escaleras
abajo. Sin titubeos siguió las flechas que indicaban el destino y,
cuando por fin entró en el juzgado número uno de primera instancia,
mostró el escrito a uno de los auxiliares al tiempo que su vista
escrutaba el lugar buscando indicios que delataran la presencia de la
jueza titular, esa que días antes, por comodidad, había condenado a
su pareja a unos pocos años de cárcel, por no profundizar y
solicitar una prueba de ADN.
El auxiliar leyó rápido
el texto y le aclaró que el nuevo procedimiento debía ser encauzado
por lo civil, y no por lo penal; que su abogado debía obrar en
consecuencia, y que ese tipo de accidentes, al haber lesiones, se
solían resolver pactando ambas partes antes de llegar a la sala.
Insatisfecho, ojeó de
nuevo el espacio antes de marcharse, se despidió del varón
agradeciéndole la información, y se dirigió de nuevo a las
escaleras. Cuando bajaba, captó su atención la pareja de cierta
edad que le precedía, y recordó haberlos visto en la sala. Analizó
sus indumentarias empleando más tiempo en la mujer. Concluyó que
ella era la jueza, justo en el momento en el que la mujer se volvió
sobresaltada como si la hubieran avisado del más allá de que estaba
siendo observada y que su vida corría peligro.
La pareja ralentizó su
descenso mientras él se hacía el despistado y los adelantaba: no le
merecía la pena encararse con ellos allí. El viejo colocó su brazo
sobre el hombro de la mujer para hacerla sentir segura.
Al salir de los juzgados
descubrió a una pareja diferente: agentes de la policía nacional
que daban escolta a un joven esposado con las manos atrás, caminaban
a buen paso. Los siguió durante un trecho seducido por la
curiosidad, sintiéndose seguro de que podía actuar en cualquier
momento, le parecieron presas fáciles. Afloró su instinto malvado y
al ver que entraban en el juzgado de guardia corrigió su camino y
retornó hacia la parada del autobús.
Al llegar a la parada,
comprobó que aún permanecía estacionado el mismo que lo había
llevado a los juzgados. Miró su reloj, aún tenía tiempo; en toda
la gestión había empleado tan sólo diez minutos.
Con disimulo, se dirigió
a la cesta de los papeles y se aseguró de que la bolsa aún seguía allí.
Introdujo su mano y la sacó. Rodeó el edificio del juzgado. Dejó
que la pareja de vejestorios saliera confiada, comprobó que nadie
los seguía, sacó el arma, ajustó el silenciador y adelantó el
paso. A la altura de la mujer, le apuntó a las sienes y apretó el
gatillo. Yo también sé juzgar -le espetó al marido paralizado de
horror, y añadió: no necesito de togas para emplearme a fondo.
Todo tan cerca y tan a la
mano, y al mismo tiempo tan lejos, pensó para sus adentros. Aligeró
el paso, el autobús aún no había arrancado. Subió, sonrió al
conductor, soltó un par de monedas, tomó el billete y emprendió el
regreso.
A lo lejos, junto a la
palmera, el marido velaba descompuesto el cadáver de la jueza. Ni
tan siquiera había gritado. Aún.
1 comentario:
Supongo que somos muchos esperando el entierro de la jueza...
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