viernes, 17 de julio de 2009

UNA DE RUBIAS

Apuró el sueño hasta las cinco de la mañana, miró entonces el reloj y comprendió que había perdido. El tren salía a las siete, y a esa hora de la mañana no había metros ni autobuses. Se dirigió a la cocina sin dilación. Al principio todo lucía con calma, abrió el frigorífico y tomo el brick de leche; a continuación sacó la bolsa de pan de uno de los estantes, colocó un par de rebanadas en el tostador y por último tiró del asa del cajón de los cubiertos. Una vez más tuvo que enfrentarse al ejército de desalmadas que a esa hora campaba a sus anchas entre los útiles, como si la cocina fuera de su propiedad. A simple vista contó seis, media docena, rubias de nueva generación, que nada más verse sorprendidas corrieron a refugiarse bajo las cucharillas. Extrajo el cajón y lo dejó en la encimera mientras encendía el termo. Sacó a relucir su sangre fría, y al tiempo que cargaba la bañera con agua hirviendo, se empleó con la bayeta húmeda con las cobardes que emprendían la huida. Para cuando la bañera estuvo medio llena apenas quedaba una enarbolando la bandera blanca en son de paz. Sumergió el cajón con todos los enseres en el agua y, tras desayunar y asearse, emprendió el camino a pié hacia la estación, donde esperaba llegar a tiempo para tomar el último tren a Bucaramanga. Si regresaba por la noche era consciente de que debería emplearse una vez más con el biodegradable. Llegó a la estación a las siete menos cuarto, con el tiempo justo para comprar el billete y acomodarse en el vagón. Continuó durmiendo durante el viaje.

viernes, 3 de julio de 2009

ESTUDIO DE MERCADO

A su regreso, nadie le preguntó por el examen, por el resultado. Estaban tan habituados a sus desapariciones y llegadas que ni siquiera el tiempo que estuvo ausente lo notaron. Por esa razón, transcurridos varios días decidió hablarle de la visita a su pareja, que le confesó que no le extrañaba, aquél era uno más sin trascendencia. En verdad tampoco fue tan excepcional la aventura –le confesó. Se fue temprano, preguntó a la de la ventanilla, y le dijo que esperara, que ya lo convocaría la otra. Sin embargo, la mujer, al principio, descartó que tuviera cita para ese día y a esa hora, comprobó en el libro y confesó finalmente que se había confundido de página, que la disculpara, que por favor se sentara y esperase.

Lo llamará –añadió.

Llegó a las doce y cuarto, con tiempo de sobra para familiarizarse y ver la cara de la que le tenían asignado. Se sentó y sacó un libro, comenzó su lectura y a las doce cuarenta y cinco ella salió del despacho escoltando al visitante anterior. Dejó la puerta abierta y se marchó a charlar con la de la ventanilla. Cuando regresó llamó a una mujer que no se había presentado, pasó un buen rato, y apareció de nuevo en la puerta invocando al paciente imaginario, que para ese aviso ya había guardado el libro. Se levantó armado con su zurrón y la radiografía y se sentó frente a la mantis religiosa que lo iba a escrutar. Alta y delgada, devoró con avidez los informes del galeno anterior. Se tomó su tiempo, ella no llevaba preparada su lección, supuestamente tan familiarizada estaba con todo tipo de patologías, que al nuevo lo había infravalorado. Tan escasa andaba de tiempo que los informes clínicos no los estudiaba con antelación, lo hacía sobre la marcha, delante del paciente, y aventurando su diagnóstico como la hechicera que consulta la bola de cristal. El paciente, que sí la había estudiado a ella anticipándose, ya tenía trazado el perfil sicológico de la que le iba a atender, y había comenzado por observar la extrema delgadez de ésta, el andar nervioso, la forma de leer, la desvergüenza al concluir en síntomas paradójicos, y el disculparse varias veces durante la entrevista. Nuestro amigo concluyó que tenía poco tiempo para ella misma, para mirarse al espejo, para saber que era mujer, y que entre paciente y paciente tal vez le sentase bien un buen bocadillo de mortadela. Ella, sin embargo, cayó en el tópico: que él estaba bajo la influencia de una madre posesiva y que buscara una nueva salida profesional. Se volvió a justificar, y le dijo: “Excúseme pero sólo dispongo de veinte minutos por paciente y a usted ya le he dedicado una hora, le emplazo al mes de Octubre, entonces le dedicaré el tiempo que le corresponde. Y continuó: Hay otro paciente esperando fuera. Él, se levantó, le asignaron un nuevo día para el mes de Octubre y se marchó. Durante el retorno tuvo tiempo de saborear un helado de vainilla y dar por ganada la partida.