viernes, 23 de noviembre de 2007

EL INDIO DE LAS TRES MIL

Recuerdo un fin de semana, en el que por exigencias del guión tuve que desplazarme con mi amigo El Tarri a Sevilla, la ciudad desde la que dirigen sus flemas Isabel y Leuma. El Tarri, con unos días de antelación me había enviado un mail avisándome de su viaje a España y de su intención de visitar la capital hispalense para documentar el guión de una producción en la que trabajaba para la NHK sobre el flamenco y sus raíces. Era mi obligación acompañarle en la aventura, por mi eterna gratitud ya que ejerció de angel custodio durante mi estancia en Tokyo.

Cuando nos vimos, me preguntó acerca de Kiko Veneno y Raimundo Amador, le contesté que el único conocimiento que tenía de ambos es que eran unos cachondos que hacían letras singulares acompañadas de golpes de guitarra. Recuerdo perfectamente esa calurosa tarde de sábado del no menos caluroso mes de septiembre. Su intención era visitar las Tres Mil, según él, la cuna del flamenco en Sevilla; previamente me había informado sobre esa zona y localizado un contacto que nos sirviera de cicerone –el cura del barrio- y nos introdujera en el ambiente andalú.

Teníamos tiempo, y aconsejados de pasar desapercibidos en las Tres Mil nos atrezamos para la ocasión: Tomamos el autobús número 2 junto al Hotel Macarena, una especie de serpiente de dos cuerpos unidos en el centro por un fuelle elástico a modo de acordeón que permitía al kilométrico girar y tomar las curvas sin perjuicio de sus ocupantes.

Íbamos sentados en la parte trasera, enfrentados con otros dos asientos. El Tarri contemplaba el paisaje urbano por la ventana, impresionado por los contrastes; la señora que llevábamos enfrente nos sirvió de guía durante el viaje: digo yo que uctede no son d’aquí –acertó a decir mú lista ella, que en seguía nos caló-. A la altura del polideportivo del Políngano, otro barrio -mú bonito, según la sevillana-, el autobús hizo su parada y observé cómo una especie de mastodonte se subía con una chiquilla de unos doce añitos a la que sujetaba de una mano; en la otra a todas luces un bocadillo de atún que apuró de una dentellada nada más situarse en la plataforma central del bus. Me percaté, a continuación, cómo el individuo se hurgaba en el bosillo –pensaba que en busca de un pañuelo para limpiarse el aceite-, pero me dió que no, que a juzgar por sus movimientos compulsivos aquel desaprensivo se estaba tocando más de la cuenta. En tanto ir y venir de mano, el fulano cargaba la pistola para la que supuestamente era su hija, y le hiciera más placentero el trayecto. Aunque con disimulo di con el codo a mi acompañante para que me sacara de dudas, él permanecía absorto con el paisaje y tomaba notas. Ante semejante espectáculo qué podía hacer..., me pregunté si debía enfretarme a él y esperar un buen golpe..., si me mandaría a callar diciéndome que todo era fruto de mi mente caleturienta. Lo que sí es cierto es que la pequeña, por supuesto ajena a tanto rozamiento, sonreía a su padre que la embargaba con historias de ficción. Él, a veces, entornaba los ojos y suspiraba, otras elevaba la vista hacia arriba a punto de entrar en éxtasis. La chiquilla seguía sonriendo a su papá.


El lobo se bajó con su presa poco antes de llegar a nuestro destino, nosotros seguimos en el autobús hasta Las Vegas. Por desgracia, cuando llegamos, el Indio de las Tres Mil ya hacía tiempo que había fallecido, y El Tarri no pudo contar con él para su documental.


viernes, 16 de noviembre de 2007

JULAI QUE LOS HAY

A las once de la mañana el vigilante, uniformado con flamante chaqueta roja, da aviso con disimulo a la centralita para que giren las cámaras y observen con atención a la joven que acaba de aparecer con enormes bolsas del comercio de al lado. Al vigilante, Monchito, no le cuadra la indumentaria de la sospechosa con la marca, signo de distinción, de las abultadas alforjas.

Mariola, escoltada por un par de moscas, se rasca como puede mientras la escalera mecánica la traslada a la primera planta. El último hit suena por los altavoces, y sin perder la compostura se cimbrea mientras saluda a los dependientes que no dejan de observarla. Ya está aquí otra vez la pesada ésta –le dice Casiopea a Lole, su compañera de turno-. Don Manuel, el jefe de ambas, la acecha igualmente montando guardia en la caja registradora. Me cago en diez –piensa el ilustrísimo temiendo que se la pegue otra vez con el billete de a cien-. Suena insistente el móvil de Mariola, que se escruta la pechuga y una vez fuera lo enseña a la prole que la vigila: de última generación –les dice vacilando- sí , sí, sí... sí, sí, sí... repite una y otra vez levantando la voz para darse aires de grandeza.

Cuando el personal se confía, agarra la bufanda de cachemir que previamente ha seleccionado y corre frenética, vuela que se deshace escaleras abajo, empujando sin contemplaciones para ser la primera en salir. Nerviosa perdida arranca con los dientes la etiqueta y se la traga sin dilación. Para cuando el vigilante la aborda en la planta baja, Mariola camina de puntillas con la bufanda anudada al cuello sin la marca. Y ahora que me quiten lo bailao –espeta sonriente a Monchito-, que desesperado se cerciora de que ha comenzado su cuenta atrás por no haber sido eficiente, y haber actuado con demasiados miramientos.

RECOGIDA, REGATE Y PASE

Gracias Isabel por tu gentileza y por acordarte de mí a la hora de pasar este testigo. Como es norma de la casa propongo algunos blog que considero muy interesantes:

Thinking Blogger Award


bichomaldito
darthz
un mundo mejor es posible
james joyce

lunes, 5 de noviembre de 2007

NO ME LLAMES MORTADELO...

Angustiado, malhumorado, fuera de sí, importándole todo una mierda..., está a punto de cometer una locura mientras su madre en el hospital vela a su padre fallecido hace apenas una hora. Se sube los pantalones y mientras se aprieta el cinturón y mete la pipa en el bolsillo, se asoma por la ventana a sabiendas de que en el bloque de enfrente Marilú cuida al niño y lucha por su custodia; contempla sin importarle cómo dos maderos caminan por la acera, la protegen de forma descafeinada.

Calzado, vestido, maqueado a su manera se precipita escalera arriba buscando la salida, llega a la azotea y mide la distancia, no esta seguro, impone su sexto sentido y mide, mide, mide... Retrocede y emprende la carrera; al llegar al borde se impulsa hacia arriba y salta, casi lo consigue, se resbala, con rapidez se aferra a la tapia, las yemas de los dedos soportan su peso en el vacío, levanta como puede la cabeza y clava los dientes en el saliente, unnnnn poco más, y lo consigo – dice.

¡Ya! Ya está en la azotea del otro bloque, se palpa y se mira, está mojado, el muy cretino se meó mientras descendía. Diiooss –exclama- menos mal que no me he cagado.

Sin importarle, abre la puerta de la azotea y baja los escalones sin hacer ruido, seguro de pillarla y acabar con ella. Llama a una puerta que se abre y al fondo la luz que penetra por la ventana dibuja un claroscuro, una silueta negra a la que grita: ¡No me llames Mortadelo! Saca la pipa y bang, bang, dos disparos y el impacto de la munición hace que aquella mujer se precipite sin vida en el suelo. ¡No me llames Mortadelo! vuelve a repetir mientras se acerca para contemplar a la muerta. ¡Dios! esta no es Marilú.

Sale a toda prisa del habitáculo y se lanza escaleras abajo gritando: Soy Polémico, soy Polémico, soy Polémico... El impacto de los objetos que le lanzan los vecinos al salir alertados por el sonido de los disparos le saludan marcándolo como un venado. Los maderos le esperan en la calle, no es una conspiración del séptimo cielo son la reencarnación de la Patrulla X, quieren que pague por sus pecados. Mientras lo arrestan y lo arrastran, una cámara cualquiera de una televisión cualquiera de un informativo cualquiera se abalanza sobre él hambrienta de un primerísimo primer plano. Mamá, mamá soy yo, Polémico –le dice el ingenuo a la cámara – soy yo, Polémico, hola mamá.

Mi mamá siempre me dijo que yo era polémico.