El escritor recogía sus
trastos cuando a las catorce sonó tímidamente el automático de la
puerta. Comprobó la hora e hizo conjeturas acerca de la identidad
del responsable. Esa forma, el estilo, la cadencia, el sonido,
transmitían en parte la personalidad del autor. Contempló varias
posibilidades, la de que fuera su vecino el restaurador, su propia
mujer, o Blondie, la amiga de su mujer; incluso tal vez Camilo, el
proxeneta que había ocupado el piso de arriba y ahora, al cabo de
los meses, regresaba para saldar el alquiler pendiente. El escritor
dejó pasar los minutos, no hubo más llamadas y el tiempo pareció
congelarse. Sacó los gatos al patio, terminó de recoger y dejó que
el mono se fuera. Al abrir, comprobó que no había nadie en el
exterior del inmueble. Cerró con llave.
Cuando el mono llegó a
su casa tras la jornada, fisgoneó en la cocina. La mamá del mono
había preparado el almuerzo, un puchero extremo, de los de toda la
vida, bien aderezado. Sucumbió en el almuerzo a golpe de cuchara y
más tarde se desparramó en el sofá. Una vez bien acomodado, alargó
el brazo, alcanzó el teléfono y marcó el número del estudio: al
otro lado saltó el contestador. Había un mensaje en la última
llamada. Era Blondie, sí Blondie, que anunciaba su visita para los
cinco de la tarde. Se apresuró entonces en vestirse y se marchó de
regreso al estudio.
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