domingo, 22 de mayo de 2011

EL ESCRITOR Y EL INQUILINO

El escritor regresó el sábado a las diez treinta de la mañana, liberó a los gatos de su encierro, y dejó que el cuarto se aireara. Tras contemplar cómo los felinos se revolcaban agradecidos en el patio, penetró en el estudio y puso en marcha la computadora: necesitaba redimirse; consideraba que al aporrear el teclado con las yemas recuperaría esa oportunidad algo descuidada en los últimos meses.

El último recuerdo que conservaba de su paso por el estudio era de la noche del jueves, cuando protegido por la penumbra del estudio, contempló a través de las lamas mal encajadas de la persiana cómo el inquilino del primero se precipitaba por las escaleras hacia el patio. Llamó su atención, no el desajuste del calzón corto, sino la generosidad con la que mostraba la raja del culo. El inquilino, como magnetizado, se perdió a toda velocidad en la oscuridad del pasillo, abrió la puerta y salió al exterior. A los pocos segundos regresó con un individuo al que las lamas impedían ver el rostro, pero sí la bragueta del desconocido, que tal vez por descuido tras la última micción había olvidado cerrar adecuadamente.

El deterioro de los escalones despertó la curiosidad del invitado, que murmuró algo imperceptible a los oídos del escritor. Era consciente de que esa observación era satisfecha a modo de disculpa por el inquilino mientras ascendían. El tintinear de las llaves anunció la entrada en el piso, y el ruido del bajar precipitado de las persianas presagiaba que el vicio sería plenamente saciado durante la velada. Habían transcurrido varias horas, tiempo que el escritor aprovechó para poner orden en el estudio, hacer la maleta y contemplar el girar alocado de la manillas de su reloj. Eran las veintitrés horas, no se habían producidos ruidos extraños que atrajeran su interés, y debía marcharse para descansar, al día siguiente cogía el tren a primera hora rumbo a la capital.

Salió al patio con la maleta en la mano, reinaba el silencio en el inmueble, el calor era envolvente, dejó a los gatos en el patio, estaban seguros allí, sabía que el hombre de los caramelos disponía de toda la noche para saciar el apetito del inquilino.

Ahora el escritor se pregunta cómo encontró a los gatos encerrados en el cuarto.

domingo, 8 de mayo de 2011

COMO GATOS


La lengua excesivamente cerca, el pelo demasiado sucio. Apuesta por darme la espalda, parece querer castigarme. Ignoro qué mira, tal vez el trozo de zanahoria encerrado en el vidrio y del que pujan brotes tiernos. Cambia de posturas siguiendo un ritual con el que estoy familiarizado, se encorva por comodidad, no por dolor. Ni siquiera braman en su cerebro recuerdos de su maternidad. A pesar de que a diario se acerca cuando me ve y se acomoda a mi lado, he constatado que ha perdido parte de su memoria. Habla poco, y lo hace cuando el hambre la roe por dentro, cuando las entrañas comienzan a diluirsele. Al dormir, le gusta extender sus brazos, clavar sus uñas en mi camisa y abandonarse al sueño.

Hay otro parecido a ella, que circula como una estrella errante, que vaga por el inmueble y que, como ella, también se pronuncia poco. Con el paso del tiempo, a pesar de que nos manejemos en diferentes idiomas, terminamos por comprendernos en lo básico. Sí en lo básico: nos abandonamos sobre el suelo; nos entendemos con los gestos. Y es que somos como perros, como gatos. Somos animales de compañía.