sábado, 15 de agosto de 2009

BEFORE LA TRANSFORMACIÓN

Estas horas son el mejor momento para hacer memoria, para poner al día mi diario y equilibrar la balanza. A menudo, en el trabajo, al regresar de mis viajes, suelo sorprenderlos cuchicheando. Comentan acerca de las rubias con predilección sobre otros temas; algunos hacen hincapié en las morenas (no entiendo por qué parece que pueden llegar a resultarles desagradables).

Al mediodía, en casa, al sentarnos alrededor de la mesa, no empleo ese tiempo en chismorreos, voy a lo mío, a sorber el plato. Salgo enseguida, el tiempo vuela y lo apuro en mi retorno a la actividad laboral. Al regresar, por las noches, dejo en primer lugar las llaves en el vacía bolsillos; a continuación me descalzo y me vengo aquí, a mi cuarto, y en la intimidad me cambio de ropa rodeado por estas cuatro paredes, y ese retrato por el que tengo cierto interés me ayuda a evadirme. Me pongo cómodo. Irremediablemente oigo la cantinela: enciende la cocina. Y allá voy yo, diligente, aunque para mis adentros me sienta molesto. Por supuesto no toco el tema a pesar de que se capta en el ambiente. Después de encender el fuego rastreo la encimera, el escurreplatos, alguna estantería, como si fuera un Sherlock Holmes cualquiera. Inspecciono, busco, no siempre encuentro rastro. En ocasiones las he visto desfilar, algunas de puntillas, considerando que son ellas las que intentan pasar desapercibidas. Han despertado mi interés las que hacen alarde de su feminidad, las que enfatizan su garbo al andar. Empiezan a molestarme cuando las veo circular y forman grupos de dos en dos, o de tres en tres. Siempre tengo a mano la bayeta que me auxilia en estos menesteres. A la mamá elefante le dan asco. Sé positivamente que no son tontas, parecen inteligentes a todas luces, perciben tu presencia y escurren el bulto rápido; algunas, las menos, caen en combate. Es una batalla diaria y personal que a todos oculto.

Bajo la cama, en un tarro de cristal, debidamente ventilado, conservo una de ellas con la que me comunico en sueños. Es un guerrero macho. Siento cómo araña el cristal del encierro, los dientes me rechinan al tiempo que sus uñas acaban por recorrer la espalda hiriéndome en señal de rebeldía. Creo que terminaré mimetizándome con ella. Lo más doloroso va a ser que los de ahí fuera me vean en ese nuevo estado, pero no puedo hacer nada para evitarlo, me siento a gusto con el cambio que empieza a producirse, poseeré un nuevo punto de vista de las cosas, tal vez más bajo, aunque no creo que mi tamaño disminuya. O tal vez crezca, y el espacio circundante finalice siendo pequeño, por lo que me veré obligado a dejarles entrar para que se lleven algunos trastos. Eso sí, puedo resultar más repulsivo. Aunque pensándolo mejor, lo más acertado será no salir de mi encierro, de mi cuarto, de mi tarro. Cierro con llave por dentro y aquí me quedo.