sábado, 30 de mayo de 2009

RECOLECCIÓN

Caminábamos juntos, a altas horas de la noche, sin unir nuestras manos, con la esperanza de encontrar un portal que permaneciera abierto, en el que la complicidad de las sombras nos permitiera apaciguar nuestros deseos. Estábamos solos en la calle de Alcalá, caminando hacia Cibeles, cuando una furgoneta blanca que circulaba a gran velocidad se desvió de su camino para en un movimiento rápido y brusco acercarse a nosotros. Miré con ira al conductor del vehículo, con los músculos en tensión imaginando su intención. Rehuyó mi mirada. El vehículo hizo un giro violento y se incorporó rápidamente a su carril. La puerta de atrás se abrió bruscamente; el cuerpo de una mujer, desnudo de cintura para arriba asomó agitando sus brazos con desespero. Una mordaza le impedía gritar. En ese instante sentí cómo mi pareja, sin gemir, tomaba mi mano y apretaba con fuerzas, clavando sus uñas vehementemente en mi piel. Mientras la furgoneta se alejaba dando tumbos alguien en su interior intentaba por todos los medios introducir de nuevo a la mujer, cerrar la puerta y evitar que pudiera escapar. Mi mano sangraba. Mi compañera al notar la sangre que bañaba sus dedos se hincó de rodillas y me lamió. Se sentía segura a mi lado. Había logrado escapar de la recolección. A esas horas de la noche los municipales actuaban con discreción, retiraban de la circulación a las callejeras poniéndolas a buen recaudo sin dejar pistas. Bajé la vista al tiempo que ella levantaba la cabeza, sus pupilas brillaban, sus colmillos asomaron tímidamente. Aulló como una perra en celo. Tembló el pavimento.

sábado, 16 de mayo de 2009

FALSA EXPECTATIVA

Empleó poco tiempo para llegar. Al entrar, se palpó buscando en la indumentaria objetos que pudieran activar la alarma: el zurrón por un lado, y por otro las cosas pequeñas, que depositó en la cesta, como hubiera procedido en cualquier aeropuerto. Se tocó el cinturón, pero decidió pasar por debajo del arco sin quitárselo y comprobar el grado de sensibilidad del detector de metales. Superada la primera prueba mostró la citación a la joven que mataba el tiempo junto al escáner comiendo gusanitos. ¡Sí! – dijo ella de forma taxativa al comprobar el escrito y añadió – Es en la primera planta, tome la escalera del fondo. Decidido, se dirigió hacia el lugar señalado por la mujer. Mientras subía, apreció la amplitud de la escalera, echó un vistazo a los escalones y encontró adecuada la altura y separación de la tabica por si se veía obligado por las circunstancias de correr escaleras abajo. Sin titubeos siguió las flechas que indicaban el destino, y cuando por fin entró en el juzgado número uno de primera instancia mostró el escrito a uno de los auxiliares al tiempo que su vista escrutaba el lugar buscando indicios que delataran la presencia de la jueza titular.

El auxiliar leyó rápido el texto y le aclaró que el procedimiento debía ser encauzado por lo civil, que su abogado debía obrar en consecuencia, y que ese tipo de accidentes, al haber lesiones, se solían resolver pactando ambas partes antes de llegar a la sala. Satisfecho, ojeó de nuevo el espacio antes de marcharse, se despidió del varón agradeciéndole la información y se dirigió de nuevo a las escaleras. Cuando bajaba se fijó en la pareja de cierta edad que le precedía, y recordó haberlos visto en la sala. Analizó sus indumentarias empleando más tiempo en la mujer. Concluyó que ella era la jueza, momento en el que la mujer se volvió sobresaltada como si la hubieran avisado del más allá de que estaba siendo observada. La pareja ralentizó su descenso mientras él se hacía el despistado y los adelantaba: no le merecía la pena encararse con ellos. Al salir de los juzgados descubrió a una pareja diferente, eran agentes que daban escolta a un joven que esposado con las manos atrás los acompañaba a buen paso. Los siguió durante un trecho seducido por la curiosidad, sintiéndose seguro de que podía actuar en cualquier momento, le parecieron presas fáciles. Al ver que entraban en el juzgado de guardia corrigió su camino hasta la parada del autobús. Al llegar aún permanecía estacionado el autobús que lo había llevado a los juzgados. Miró su reloj. En toda la gestión había empleado tan sólo diez minutos. Todo tan cerca y tan a la mano, y al mismo tiempo tan lejos, se dijo para sus adentros.
El autobús emprendió la vuelta.

domingo, 3 de mayo de 2009

LA CONSULTA


La mirada aparentemente perdida, la camisa mal abotonada, la radiografía en el sobre, la entrevista se retrasa, aguanta el tipo sentado. Concede un margen de tiempo a la doctora que parece tomárselo con calma. Observa la puerta y afina el oído pretendiendo adivinar en qué emplea el tiempo la mujer que lo va a examinar en esta ocasión. Consulta el reloj y comprueba que la hora de la cita ha pasado, se arma de paciencia y decide seguir los consejos que le dio el paciente anterior nada más salir de la consulta de la doctora: espera, ella te llamará.
Al cabo de un rato una joven ataviada con un babi blanco abre la puerta del despacho y lo llama por su nombre, es la psicóloga que lo invita a pasar cortésmente. El entra y cierra la puerta, ella se sienta en su sillón y vuelve a repetir el nombre del paciente con respeto, el asiente con la cabeza, y cuando ella le dice la edad que él tiene le responde que esa es la que los demás dicen que él tiene ¿En qué empleas el tiempo? –pregunta la doctora. Le confiesa que pasea, que lee y que escribe cosas personales que no le va a enseñar; y añade que el otro doctor, al que la chica nada más ver el nombre escrito en la receta le asegura que es toda una eminencia, le dijo que esa actividad era buena y que perseverara en ella. Para romper el hielo, la joven le pregunta por su estado. Él repasa mentalmente la lección y la recita. Ella consulta la pantalla y le dice al paciente que exactamente eso es lo que pone en el informe que le han pasado. A continuación, le pregunta por su actividad laboral, y él le indica que es cazamariposas. Ella asiente con la cabeza, y él añade que le duele la columna vertebral de mover los pesados tarros de cristal donde las almacena. Entonces ella le pregunta si ha pensado en cambiar de profesión. Él le responde que ya es mayor y que las empresas precisan de gente joven para esos menesteres. Como si tratara de pillarlo o tal vez de cazarlo, la doctora le vuelve a preguntar en qué emplea el tiempo. Y él, que no tiene un pelo de tonto, le recuerda que esa pregunta ya se la hizo anteriormente y le vuelve a dar la misma respuesta: que pasea, que lee y que escribe cosas personales que no le va a enseñar. Ella no se lo toma a mal y reanuda el interrogatorio.
Él, con los brazos apoyados sobre la mesa de ella, la mira con ojos extraviados y revela que está bajo la influencia de su mamá elefante, y que se dejó los pelos largos y la barba para pasar desapercibido. Ella consulta la radiografía y observa la columna en forma de ocho que sustenta la masa corporal del paciente. Le aconseja que lo mejor para su padecimiento es tratar con un sicoterapeuta y manifiesta al paciente que es una pena que la seguridad social emplee tanto tiempo en tratar a los sufridos. Así es la vida bonita, parece decirle el enfermo desde su subconsciente. Ella, por supuesto, no se entera y le vuelve a dar cita para un médico diferente despachándolo de forma amistosa. See you later, alligator –dice él para sus adentros.
Se marcha hacia la parada del bus que lo llevará de regreso a la gran manzana. Se presenta en el trabajo de su pareja y espera a que ella termine la jornada para almorzar juntos. Ella lo invita a comer en un restaurante próximo y cuando están sentados, enfrentados, lo mira y le dice: ¿te has visto la camisa? la llevas mal abrochada. Y aclara: no uno, sino dos botones. Y añade: con esa pinta no me extraña que te tomen por loco. Almuerzan.