sábado, 21 de marzo de 2009

DISTIMIA



Esperó doliente. Sin embargo, al oír su nombre, entró diligentemente, sin vacilar, y se sentó frente al analista entregándole los papeles con los casilleros debidamente rellenados según su criterio. Aguardó entonces, en silencio, la sentencia. El otro, parapetado tras la mesa, leyó apresuradamente y lo miró sorprendido, el cuestionario presentaba un noventa por ciento de las respuestas contestadas afirmativamente. En esa tesitura meneó la cabeza de un lado a otro desconcertado. Le hubiera resultado más fácil, según indicó, la alternancia de negativas con positivas. El documento presentado le hacía dudar de su propia cordura, pero él…, él…, era el doctor, y debía seguir jugando su papel, la patología que el paciente presentaba obedecía a un cuadro distímico. Juzgó necesario entonces la visita al sicólogo. El paciente asintió con la cabeza positivamente.

- ¿Nunca ha disfrutado de la vida? – preguntó el doctor.
- Aunque le parezca mentira, no fue hasta los dieciséis o dieciocho años que empecé a disfrutar de pequeños momentos de dicha – le contestó el paciente.

A continuación, le mostró los dibujos que celosamente guardaba en una subcarpeta. El siquiatra los revisó con curiosidad, hizo comentarios intrascendentes, y perturbado ante la pasividad del artista, consultó su reloj. Lo despachó con la excusa de que se hacía tarde y debía atender a otros pacientes.

Por favor – le dijo con amabilidad extrema al tiempo que escribía sobre la vieja receta nuevas indicaciones –, entrega este documento en la ventanilla y que te den día para el mes de Junio. Y de camino cita con el sicólogo.

Gracias –le respondió el paciente alargándole la mano en señal de cortesía, recogió sus bártulos y se marchó con viento fresco. La enfermera de la ventanilla lo saludó cortésmente, tomó el documento del médico y a continuación fijó un día para el mes de Junio, añadiendo: para el sicólogo ya te avisaremos por teléfono. El siguiente por favor. El paciente giró la cabeza y comprobó la larga fila de dolientes que aguardaba a su espalda demandando parabienes. Salió del local, sacó del zurrón sus apuntes de siquiatría y se fue leyendo por el camino hasta la parada del autobús para estar bien preparado en el próximo examen. Una vez allí, tomó la línea azul para volver a su domicilio, a su jaula sin barrotes, a la disyuntiva diaria.

domingo, 8 de marzo de 2009

HAZAZEL

Bajo la atenta mirada del macho cabrío que todo lo ve y todo lo puede se asomó, despechugada, y silbó de forma envolvente. Aún así, ella no le hizo el menor caso, siguió su camino errático hacia un túnel sin salida. Se perdió por entre los electrodomésticos del viejo que había decidido, nada más verla, abandonarla en la vía pública como si fuera un chirimbolo. La del silbo, su amante y la sacerdotisa indagaron sobre el paradero y gracias a las indicaciones de los aldeanos supieron del lugar donde se guarecía. Fueron recibidos con indiferencia por el guardián, que pasó por alto los protocolos y, libre de prejuicios, les permitió el acceso hasta los confines donde la musaraña se había refugiado. Agarrada con fuerza -el amante la miró fijamente a los ojos-, le anudó la soga al cuello y la arrastró por la calle convertida en el hazmerreir de todos. Ella aguantó el tipo hasta que fue introducida otra vez en el corral. Con el hierro al rojo la marcaron en el costado: el número de la suerte, seiscientos sesenta y seis, un número capicúa. Durante la noche, antes de que la luna alcanzara su plenitud sería objeto de rituales atávicos, el sacrificio tendría lugar cuando la luna les regalara con su luz.

Poseída por los convocantes, alumbraría meses más tarde a la reencarnación del demonio. Sería la madre analfabeta del infierno hecho carne. Durante los meses que duró el embarazo fue vigilada constantemente, se la observaba hasta cuando se agachaba sobre la escudilla. Pasó el tiempo y los cielos anunciaron con rayos y truenos el advenimiento. Se la colocó sobre el altar, y se aguardó la aparición del padre invocado, que materializado lució su espléndida cornamenta.

La otrora virgen no clamó, cerró sus ojos y con vehemencia hizo fuerzas mientras su abultado vientre crecía a la vista de todos. Una pequeña incisión ayudó a liberar al primogénito, de incipiente pero puntiagudas astas. Su rostro lucía una sonrisa malévola, parecida a la del Gran Cabrón que todo lo ve, su papá. Apartado de la madre se lo mostraron a Él para recibir su aprobación y ser bendecido. A la madre se le cerrarían los ojos para que no se alterara con la visión del engendro durante el tiempo de lactancia. Concluido este período, sería bautizado en el Mar Muerto e instruido en las viejas enseñanzas; pasados los años, el primogénito bramaría con solvencia a la masa condenada a servirle: la nueva generación de cabrones.