domingo, 25 de enero de 2009

EL AULLIDO DEL MONO

No siempre me como el plátano que me ofrecen. No estoy obligado a asumir los estereotipos que me asignan por el hecho de ser simio y permanecer enjaulado, reconozco que me gusta la fruta, y desecharía la carne para siempre si no estuviera condicionado por la obligación de llenar el estómago. La bandeja no es siempre la misma, tampoco el aderezo, ni la mano que me la ofrece. A todos pongo buena cara aunque me carcoma por dentro al ver sus rostros, y me roa mis propias entrañas de rabia. Me gustan las avellanas, el cacahuete pelado, los nísperos, no tanto el melocotón en almíbar, sí la piña ácida, los dátiles maduros los considero una bendición.

El domador ha muerto. Sí, ayer, en el tiempo que no se olvida. Siento frío y nadie me ha dado velas para su entierro. Contemplo a la muchedumbre que lo acompaña en procesión sin haberse confesado de sus pecados. Estoy como ausente, me implico a pesar de ello y asumo mi rol de víctima, me prestan el pañuelo y gimo como si me lo creyera. Hago el paripé. Otros monos gesticulan como los humanos y se acompañan en los pesares con golpes en las espaldas. La ceremonia resulta tan aburrida como todas las de ésta índole. Tiempo después, cuando todos se han marchado, encerrado en la habitación, contemplo las musarañas en el techo. Prendo el televisor con recogimiento, esperando un mensaje que no llega, que se desvanece al insinuarse. Chirrían las interferencias y me catapultan a otro estado, el de ser consciente, omnipresente, el de creer que soy algo más que un simple mono. El espacio parece renovado, los barrotes de la jaula han dado paso a tabiques de ladrillo y argamasa enlucidos con aires de cambio. Paredes blancas intranscendentes. El calor me aplasta. Golpeo mis sienes con los nudillos al tiempo que emito mi singular aullido. Retransmito con la webcam a los acólitos recién iniciados.
Comienza el ceremonial: Consolatrix afflictorum –les digo; ora pro novis -contestan.