Por último, troceé ávidamente la manzana, la dividí en gajos y tras el último bocado me desplomé rendido sobre la cama de matrimonio para encajar el posible último sueño; en la habitación, la persiana bajada, el ropero cerrado a cal y canto, los libros descansando sobre la cómoda, encima de la cama, a cierta altura, la Virgen con el niño velando en silencio, y otra imagen del niño, ésta corpórea que vigila tranquilo sobre el mueble junto al espejo. Pasadas unas horas, inconsciente aunque en estado indulgente, mi mano hurgó entre los testículos apoderándose de dos lagartijas diminutas que circulaban a su aire. Me pareció un despropósito. En ese estado de duermevela me deshice de ellas, las despedí fuera de la cama dejándolas caer con cuidado sobre el suelo de gres. Perplejo por lo sucedido, trascurrió el tiempo antes de pasar a un nuevo estadio; caí enajenado, y me perdí deambulando sin rumbo envuelto como en papel de aluminio en el sueño apenas recuperado. Durante el proceso no transcurrió mucho rato sin que volviera a recordar lo sucedido. Mis ojos permanecían cerrados mientras la conciencia estaba alerta.
Alarmado por las voces de los invitados que departían en el salón retornó el recuerdo de los reptiles y me pregunte por su paradero, por la seguridad de ambos, temiendo que fueran pisados. Tras breves minutos volví a quedar dormido, me perdí sin encontrar salida. Más tarde desperté por la algarabía de los convidados. Dejando atrás el desvelo me levanté y disfrazado para la ocasión acudí al salón. Entre risas, la niña, su amigo invisible y la madre tejían arácnidos de peluche para púberes ansiosos en la mesa de camilla. Resulté imaginario. La luz anaranjada del atardecer reconfortaba el ambiente. Para no dejar pasar la ocasión me armé de papel y lápiz y me acerqué a la ventana para desde ese ángulo inmortalizar la escena mientras la abuela sentada junto a los pájaros y frente al televisor distorsionaba el volumen con el mando a distancia. La nieta, entre los arácnidos y gomillas para el pelo, protestaba y la emplazaba a bajar el sonido mientras la madre se daba arte en las manualidades con la esperanza de que serían rubricadas anhelando verlas expuestas en la vitrina del colegio. Cuando terminé el boceto y levanté la vista todos se habían marchado, los fantasmas, la madre, la niña y su amigo invisible, la abuela y los pájaros, únicamente el televisor permanecía encendido clamando por un espectador. Desconecté y volví descansado al dormitorio con la esperanza de recuperar el sueño sin interrupciones hasta el día siguiente. Al entrar en el dormitorio dirigí la vista hacia el ropero que permanecía cerrado y sobre él descansaban las maletas, en cuyas asas aún continuaban prendidos los resguardos de embarques que atestiguaban viajes estelares.