Como todas las noches, el niño Moco removía su dedo índice en lo más insondable de sus fosas nasales haciendo tiempo para poder cerrar sus párpados, ya que las lecturas en voz alta de Midori Green, el huésped que ocupaba la habitación de al lado, le impedían conciliar el sueño. El tiempo pasaba y el contenido del tarro de vidrio que descansaba sobre la mesita de noche iba engrosando su prometedor contenido.
Gracias a la posición privilegiada de su cama podía contemplar sin esfuerzo desde la ventana cómo una esbelta pero cursi silueta se dibujaba a la luz de la tulipa de la habitación de enfrente que el patio distanciaba. La silueta se contorsionaba al compás de una previsible aunque inaudible música porque los altavoces del walkman que la reproducía eran de capacidad limitada. La silueta en cuestión pertenecía a Lacol de Bruselas, la nueva, en la que los ojos desconsolados de los inmaduros se concentraban dejando volar sus anhelantes fantasías. El doctor Calamar permitía a otros que en ese lapsus de tiempo se ejercitaran con la escoba en sus dormitorios hasta que Midori concluyera sus lecturas, se produjera el silencio monacal, y todos se sumergieran en sus particulares utopías; con esta singular tarea, Calamar veía reducido los costes de contratación de personal auxiliar al asumir los internos parte de la limpieza de sus claustros, al tiempo que los relajaba y predisponía para el sueño reparador.
Lacol de Bruselas, otra desgraciadita a la que internaron por méritos propios.
Lacol, nació más bien espigada, puede que parecida a su papá, al que Calamar no llegó a conocer. Hija de inmigrantes iberos, nació entre gritos melancólicos y movimientos pélvicos de primeriza en un Hospital de Bruselas, asomó su cabecita con asombro y tan precoz que al percibir en los rostros que la esperaba la maledicencia congénita de sus procreadores decidió dar media vuelta y atrincherarse en lo recóndito de la caverna que durante nueve meses la había albergado; pero la mano pudorosa y casta del doctor que oficiaba la atrapó diligentemente y sin contemplaciones, y a base de sopapos, la hizo entrar en razón difuminando de su incipiente cerebro el deseo de fuga.
Cansada la sua mamma de servir y fregar copas, convenció al pimpollo paterno para con lo ahorrado dar media vuelta y a lomos de la burra Paka emprender el camino de regreso a Hispania. Con las alforjas cargadas de paja llegaron hasta donde el cuadrúpedo decidió plantarse. A pocos kilómetros de Miraflores levantaron su tienda de campaña y allí aguantaron hasta que la mami antes de perder lo ahorrado decidió plantarle cara al confiado cónyuge y mandarlo a freír guisantes al monte y administrar los bienes que un día lejano heredaría Lacol.
La pequeña aparecía pintarrajeada en las clases y su indumentaria retransmitía en directo los anhelos de una tía que con su máquina de tricotar aspiraba a suplantar a Karl Lagerfeld en las tiendas de los pueblos. Pronto comenzó a contonearse y cuando le creció el pelo, la madre dejó que le sobrepasara las ingles y, de este modo, ahorrarse lo que pudiera en vestimentas.
Las Hermanitas de la Caridad aterradas por los comentarios que hasta ellas llegaron decidieron intervenir y hablar con Calamar, que en cuestión de semanas resolvió el apadrinamiento de la aspirante a modelo y la internó como una simpatizante más en el centro. La niña pronto destacó, amén de por sus minifaldas, su estatura, melena y vacuo cerebro, por su aspiración a ser millonaria y vivir como una reina.
El Doctor, curado de espanto, decidió trasladarla a Madrid para que asistiera al concierto que en esa fecha daban los Rollings Stones -caviló que el movimiento de caderas de un decrépito Jagger la disuadiría de sus sueños-. Previo al concierto, la niña fue conducida a la Gran Vía, donde como cateta se paseó con la minifalda que la cubría cuatro dedos por debajo de la pelvis, dejando al descubierto el esbelto patamen que arrastró una ingente multitud hasta las puertas del estadio donde se iba a celebrar el show.
Durante el mismo, la niña no paró de guiñarle el ojo a Mick , que por razones de profundidad ni se enteró de su presencia, pasando a engrosar la lista de gruppies generosas que se prodigarían detrás de músicos y presentadores bobalicones. Calamar, al ver que no tenía remedio y que estaba más cuerda de lo normal, decidió montarle una agencia de modelos para que se realizara y quitársela de encima sin contemplaciones.