viernes, 20 de junio de 2008

LACOL DE BRUSELAS

Como todas las noches, el niño Moco removía su dedo índice en lo más insondable de sus fosas nasales haciendo tiempo para poder cerrar sus párpados, ya que las lecturas en voz alta de Midori Green, el huésped que ocupaba la habitación de al lado, le impedían conciliar el sueño. El tiempo pasaba y el contenido del tarro de vidrio que descansaba sobre la mesita de noche iba engrosando su prometedor contenido.

Gracias a la posición privilegiada de su cama podía contemplar sin esfuerzo desde la ventana cómo una esbelta pero cursi silueta se dibujaba a la luz de la tulipa de la habitación de enfrente que el patio distanciaba. La silueta se contorsionaba al compás de una previsible aunque inaudible música porque los altavoces del walkman que la reproducía eran de capacidad limitada. La silueta en cuestión pertenecía a Lacol de Bruselas, la nueva, en la que los ojos desconsolados de los inmaduros se concentraban dejando volar sus anhelantes fantasías. El doctor Calamar permitía a otros que en ese lapsus de tiempo se ejercitaran con la escoba en sus dormitorios hasta que Midori concluyera sus lecturas, se produjera el silencio monacal, y todos se sumergieran en sus particulares utopías; con esta singular tarea, Calamar veía reducido los costes de contratación de personal auxiliar al asumir los internos parte de la limpieza de sus claustros, al tiempo que los relajaba y predisponía para el sueño reparador.

Lacol de Bruselas, otra desgraciadita a la que internaron por méritos propios.

Lacol, nació más bien espigada, puede que parecida a su papá, al que Calamar no llegó a conocer. Hija de inmigrantes iberos, nació entre gritos melancólicos y movimientos pélvicos de primeriza en un Hospital de Bruselas, asomó su cabecita con asombro y tan precoz que al percibir en los rostros que la esperaba la maledicencia congénita de sus procreadores decidió dar media vuelta y atrincherarse en lo recóndito de la caverna que durante nueve meses la había albergado; pero la mano pudorosa y casta del doctor que oficiaba la atrapó diligentemente y sin contemplaciones, y a base de sopapos, la hizo entrar en razón difuminando de su incipiente cerebro el deseo de fuga.

Cansada la sua mamma de servir y fregar copas, convenció al pimpollo paterno para con lo ahorrado dar media vuelta y a lomos de la burra Paka emprender el camino de regreso a Hispania. Con las alforjas cargadas de paja llegaron hasta donde el cuadrúpedo decidió plantarse. A pocos kilómetros de Miraflores levantaron su tienda de campaña y allí aguantaron hasta que la mami antes de perder lo ahorrado decidió plantarle cara al confiado cónyuge y mandarlo a freír guisantes al monte y administrar los bienes que un día lejano heredaría Lacol.

La pequeña aparecía pintarrajeada en las clases y su indumentaria retransmitía en directo los anhelos de una tía que con su máquina de tricotar aspiraba a suplantar a Karl Lagerfeld en las tiendas de los pueblos. Pronto comenzó a contonearse y cuando le creció el pelo, la madre dejó que le sobrepasara las ingles y, de este modo, ahorrarse lo que pudiera en vestimentas.

Las Hermanitas de la Caridad aterradas por los comentarios que hasta ellas llegaron decidieron intervenir y hablar con Calamar, que en cuestión de semanas resolvió el apadrinamiento de la aspirante a modelo y la internó como una simpatizante más en el centro. La niña pronto destacó, amén de por sus minifaldas, su estatura, melena y vacuo cerebro, por su aspiración a ser millonaria y vivir como una reina.
El Doctor, curado de espanto, decidió trasladarla a Madrid para que asistiera al concierto que en esa fecha daban los Rollings Stones -caviló que el movimiento de caderas de un decrépito Jagger la disuadiría de sus sueños-. Previo al concierto, la niña fue conducida a la Gran Vía, donde como cateta se paseó con la minifalda que la cubría cuatro dedos por debajo de la pelvis, dejando al descubierto el esbelto patamen que arrastró una ingente multitud hasta las puertas del estadio donde se iba a celebrar el show.

Durante el mismo, la niña no paró de guiñarle el ojo a Mick , que por razones de profundidad ni se enteró de su presencia, pasando a engrosar la lista de gruppies generosas que se prodigarían detrás de músicos y presentadores bobalicones. Calamar, al ver que no tenía remedio y que estaba más cuerda de lo normal, decidió montarle una agencia de modelos para que se realizara y quitársela de encima sin contemplaciones.

domingo, 8 de junio de 2008

MIDORI GREEN

Midori Green había consumido, antes de tiempo, un par de películas en la televisión que prendieron su atención, despertando una temprana afición por la lectura y, más adelante, por la escritura. Su patología le llevaba a extremos discordantes. No me gusta el café azucarado. Calamar vigilaba de cerca sus textos, de los que ansiaba le embargaran hasta el paroxismo. Había sido condescendiente con él, concediéndole la fortuna de que la ventana de su habitáculo permaneciera sin barrotes el tiempo que se hospedara en el centro. La decoración del cuarto iba acorde con la vestimenta del joven erudito, cuyo atuendo relucía como el verde de hoja de cualquier cítrico.

En las oscuras noches de luna llena, desde la ventana, se precipitaba al vacío en busca de aventuras que previa digestión vomitaría de forma sofocada sobre los folios que Calamar anonimamente introducía por debajo de la puerta de su celda cada mañana. Un misterio traía de cabeza a Midori Green: la fantasía de escribir en femenino siendo masculino. De siempre había estado convencido de que las novelas cuyos protagonistas eran hombres estaban escritas por varones, y las que relataban ficciones femeninas eran obra de señoras elocuentes. Calamar no intervino en resolver sus pajas mentales, cuya solución vendría de la capacidad del autor por desarrollar un texto más allá de resolver el misterio que escondía su entrepierna.

Pasado un tiempo, la lectura casual de James Patterson lo abrumó, aunque el éxito en ventas que le precedía no cuadraba con el contenido vertido en sus libros. Lindsay Boxer, protagonista de la saga de Patterson, se le antojaba como una especie de travesti con andares a lo John Wayne desmembrándose por las calles de San Francisco.

Una mañana, una cinta de video convenientemente abandonada de nuevo de manera anónima junto a su puerta, pareció albergar clarividencia sobre sus puntuales dudas. Búfalo Bill, el protagonista de la cinta, se recrea en el reflejo que de su cuerpo le devuelve un mugriento espejo. Unos atributos mal asumidos parecen la causa de un problema que con ayuda de sus manos esconde entre sus piernas hacia atrás, lo que le confiere una apariencia femenina. Trasformado en la fachada que anhela, se recrea con la nueva figuración que le hace sentirse mujer.

Visionada la cinta, Midori Green se plantea si Patterson, para dar vida a Lindsay, esconde sus testículos entre las piernas para hacerla creíble como mujer. A Midori Green le gustaría escribir una nueva versión sobre Caperucita Roja, pero no hay quién oriente sus conjeturas para no resultar risible.