Calamar observaba con cautela desde su bien blindada atalaya a los huéspedes sempiternos en la sala de baile. Todos estaban pendientes de la hora en la que los invasores, con el consentimiento del indulgente doctor, aparecerían en la pista. Alrededor de las ocho de la tarde tuvo lugar el avistamiento de luces extrañas que anunciaban la tan ansiada visita.
No procedían de Ganímedes ni de galaxias recónditas, arribaban de Las Pajanosas, barrio de la otra punta de la ciudad. Las extrañas luces resultaban de los faros destartalados de vehículos que a modo de carrozas llegaban cargados de maromos y minas dispuestos a alegrar la vida un día a la semana a los residentes siempre agradecidos. Con antelación prematura, cada cual tenía elegida su pareja para el baile, que entre arrumacos y deslizamientos imprevisibles colmaban de dicha la duración del evento.
En ocasiones, el disfraz de tuno era más que suficiente para que las mentes privilegiadas se adjudicaran aventuras de ensueño con hidalgos cuyas labores cotidianas no iban más allá del mero funcionariado de ocho de la mañana a quince de la tarde. Mientras los mayores se hacían ilusiones durante el par de horas que duraba la terapia del baile, los pequeños, los más inocentes, permanecían enjaulados resolviendo teoremas, raíces cuadradas y algunos, incluso, aspirando a ser artista como el caso del Niño Moco.
Moco, simplemente Moco, así empezaron a llamarlo cuando se dieron cuenta de sus habilidades y destrezas. Con su deditos describía curvas espaciales de ciento ochenta grados. Hurgaba en lo más recóndito de sus fosas nasales buscando estalactitas y estalagmitas, preciados minerales, y con la materia prima que sacaba generaba entre las yemitas de sus dedos bolitas que iba esparciendo en los caminos por los que deambulaba a modo de cebo para ver si atrapaba con ellas algún pajarillo. Lo hacía sin saber en principio muy bien el qué y el por qué. Calamar, tras un concienzudo estudio, concluyó que todo comenzó por mímesis de sus compañeros: los más adelantados de la clase que hacían filigranas y figuritas parecidas a las de mazapán pero con menos contenido dietético y un sabor dulzón.
Su Omá, restauradora para más señas, pensó que el niño podía llegar a ser artista después de haber visto los cuadros de Miquel Barceló, y emplearse a fondo en restaurarlos con cintas adhesivas de la marca fixo, ya que el susodicho por muchos considerado artista utilizaba, según las malas lenguas, detritus y materia viva en sus obras plásticas que con el tiempo llegaban a descomponerse en directo delante de los boquiabiertos, dotando a muchos de sus cuadros de un aspecto estercoleril.
El niño Moco pretendía con sus habilidades llegar a ser igual de famoso que el pintor mallorquín, y entretanto llegaba su hora, envasaba en tarros de cristal el preciado material que atesoraba. Con los excedentes recreaba esculturas abstractas con las que decoraba los bajos de los muebles: mesas y sillas eran su perdición, ya que debajo de las mismas realizaba sus instalaciones posmodernas con ciertas reminiscencias excrementosas, a las que a pocos se les reservaba la contemplación; sólo los incautos tenían acceso a ellas cuando por desconocimiento palpaban en ocasiones el reverso de los muebles descubriendo estupefactos la obra inédita del pequeño. Eran esos descubrimientos, también llamados cascarrias, los que el doctor Calamar se encargaba de fotografiar y catalogar para impregnar el subconsciente colectivo.
Al doctor Calamar le pareció extraordinaria la habilidad de Niño Moco que comenzó a vislumbrar en sus obras cierto toque transcendente, planteándose promocionarlo anualmente en la Feria de Arco y buscar el reconocimiento de los galeristas expertos, caso de Eva y del afamado Manolo Escobar, inversionista en arte.