sábado, 26 de abril de 2008

CAPÍTULO QUINTO: POTAGITO D'HABICHELAS

Potagito D`habichuelas, otro majara cuerdo, que en su reclusión acertaba siempre a las quinielas, escupía en las esquinas cuando salía de su encierro y pedía a todos que lo besaran. Maldecía a quién se le acercaba, se mantenía en sus trece y no claudicaba, le caracterizaba su fuerza descomunal levitando sobre la cama a golpe de pedos. Sabiéndose el mejor organizó concursos con la seguridad de que los ganaría, sobornaba diariamente a la hermana de la cocina para que lo obsequiara con cartuchitos de lentejas, de chícharos, de vegetales, en suma de lo que fuera con tal de que lo mantuvieran en línea con sus flatulencias, este era su secreto; y el de la cocinera que no daba crédito a lo que de él le contaban, ya que ella no salía del reducto de sus fogones porque su patología se lo impedía, allí gozaba, allí amaba, allí a los santos se encomendaba, allí se agachaba; allí, en definitiva, esperaba que un día, entre todos los santos se la llevaran, porque se veía como una carga pesada, mas de cien kilos entubados en corsé bien atado con correas y cinchas poderosas.
Potagito D`habichuelas esperaba su oportunidad en la caja tonta como un vulgar alucinado, se compinchó con el celador de turno, al que le propuso que fuera su manager y que escribiera a telecinco en busca de una oportunidad, porque estaba convencido de que era una promesa y podía tener futuro en el circo exterior, en el de los que se creían cuerdos, en el mundo de los que como lerdos pasan las horas con el asunto de la entrepierna jincao en el skay del sofá esperando milagros para las tardes tediosas, milagros que eleven sus coeficientes intelectuales y los mantengan en vigilia hasta cerca de las doce de la noche, para a esa hora, agotados, irse a sus respectivas camas y taparse con las sábanas santas buscando consuelos de mierda. Amén.

sábado, 19 de abril de 2008

CAPÍTULO CUARTO: JUBLAI KAN

A Jublai Kan de los Jaramagos, conocido como escocido sin remedio, sarna con gusto no pica, derroche de gracia y salero, esplendor en la yerba, lo acostumbraron de pequeño a marinearse por el carromato que utilizaban sus padres saltimbanquis para desplazarse por los pueblos. El padre, una especie de saltamontes sin tregua, sin pena ni beneficio, arrastraba la pesada carga familiar exhibiéndola en todas las ferias para disfrute de los vulgares contempladores que se les acercaban. Jublai Kan demostraba sus dotes de bailarín resuelto, pero no resultó lo que su padre esperaba, ya que a menudo se escapaba para hacer sus pinitos sin consentimiento familiar. Los picoletos lo buscaban y le mostraban desde aceitunas a melones pasando por el plátano de Canarias, todo el amplio muestrario de frutos de la tierra que reservaban para aquellos que se salían del tiesto. Jublai se hizo famoso por sus hazañas y cuando ya no tuvieron más remedio lo pusieron en manos del doctor Calamar, que le habilitó en el siquiátrico una sala para que el condenado se realizara como malabar sin remedio con un público objetivo de cientos de iluminados. Las multinacionales, afinados sus oídos y contabilizadas las visitas, hubiesen pagado oro molido por la vehemente audiencia.

Enterados los chinos, vinieron en procesión a verlo, pero el doctor, hombre hábil en los negocios, no consintió en el traspaso de género por lo que tuvieron que conformarse con estampitas autografiadas por el artista, quien pronto se sintió realizado obligando a Calamar que invirtiera en marketing y promoción, y cobrara a todo el que se acercara de fuera para verlo. El doctor aceptó el reto y pasó a tutelar al primer loco bussines man que glorificó el nombre del centro Miraflores.

domingo, 13 de abril de 2008

CAPÍTULO TERCERO: MARIPURI LA EXTRAVIÁ

Maripuri la Extraviá, otra suerte de cuerda, vecina de la antes mencionada Miraflores, hizo su aparición en el recinto hospitalario de mayor por obra y gracia de la Divina Intervención. Pintarrajeada de arriba abajo destacó pronto por su promiscuidad entre los recluidos con los que se afanaba en posturas incomodas frente al televisor con el consentimiento de celadores bocazas que anunciaban su desespero en busca del consuelo matutino. Todas las tardes después del té, armada con un ejemplar de periódico atrasado, se empleaba en dar placer a los telespectadores de la sala comunal. Hacía como la que leía, mientras el otro prendía la televisión y su imaginación; el resto, mientras, hacía cola hasta que un buen día anunciado a bombo y platillo se obró el milagro: Maripuri apareció hinchada, como gofada, con unos patajes y unos andares singulares. Después de meses de angustiosa espera apareció el tubérculo que fue recibido con jolgorio por todos.
Una noche, sedada con amnésico fosforescente, le fue arrebatado de sus brazos el engendro alopécico, bautizado con prisas y dado en adopción a las hermanas del Kokochumocho para que se educara y tuviera carrera y de mayor ejerciera con los santísimos sacramentos por las selvas que aún quedaran y se explayara impartiendo catecismos y rezos, desarrollando potenciales en canarios trinos que a los melancólicos embargaran. ¡Hay que chingarse, Dios mío! -llegó a exclamar el susodicho en voz alta cuando en cierta ocasión tuvo conocimiento de su aparecimiento aquí en la tierra de los tubérculos y continuó: ¡mira que nacer como una patata!

domingo, 6 de abril de 2008

CAPÍTULO SEGUNDO: CLARA DE GÜEVO

Clara de Güevo, nada más nacer, sufrió un desconchamiento, o sea, se escoñó. Arrastró en su caída parte de la cáscara pegadita en su costado. Una de las monjas que asistieron en el parto se persignó ante la visión y a punto estuvo de llamar por teléfono a Bueno Monreal para que estuviera al tanto y avisara al news paper del barrio para que lo publicara en primera plana destacando que no había recibido prima alguna. Las monjas, tan apañadas como siempre, hicieron alarde de sus conocimientos sobrenaturales y molieron la cáscara reduciéndola a polvo con el que condimentaron la dieta mediterránea asignada al par de carolinas -dos abejorros recién importados de Australia- entrenadas especialmente para entonar el mea culpa en días de obnubilación mediática.
Las beatas fueron más allá en sus elucubraciones y pensaron que algún pariente por parte de padre podría ser portador del gen de la cáscara amarga, lo que podría haberle provocado una infección en el útero materno y haber sido por este hecho tan malparida. Decidieron aguantarla un ratito, es decir unos añitos, hasta edad preescolar, y luego endosársela al doctor Calamar –director del Centro Psiquiátrico- para ver si con las ventosas de sus tentáculos podía bajarle la caries que presentaba la niña en sus molares. El problema no desapareció, sino que se agravó, por lo que el doctor decidió asegurarla de por vida por su cuenta y riesgo, y traspasarla a un convento de clausura para que nadie la viera en ese penoso estado. De este modo la encauzaría por vía divina garantizándole la pensión de orfandad.